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Desde el campanario

A nuestros chavales

Mientras nuestros vecinos más cercanos las pasaban canutas para hacer un puchero de gallina, aquí la despensa militar daba caldo para el patio y la casapuerta

Publicado: 05/05/2024 ·
19:20
· Actualizado: 05/05/2024 · 19:20
Autor

Francisco Fernández Frías

Miembro fundador de la AA.CC. Componente de la Tertulia Cultural La clave. Autor del libro La primavera ansiada y de numerosos relatos y artículos difundidos en distintos medios

Desde el campanario

Artículos de opinión con intención de no molestar. Perdón si no lo consigo

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No os creáis las historias que os cuentan los abuelos que glorifican sus años de juventud porque sencillamente no pasan de ser eso mismo: historias. Cuando os hablan de la paz, la ausencia de delincuencia y el respeto a los demás que ellos vivieron en su juventud, nunca os dirán el importe de la factura de esa supuesta fortuna. Unos no lo harán simplemente por ignorancia y otros por puro convencimiento. Da igual. El asunto es que las cosas no eran así exactamente. Esa paz costó más de 600.000 muertes. La falta de delincuencia es un mito. Basta con citar la revista El Caso, con cuyo luctuoso contenido se podrían abrir diariamente hoy mismo todos los informativos del país. Y lo del respeto a los demás, vamos a dejarlo más bien en miedo a las represalias de aquel régimen castigador que, por negarte a besar el anillo de un cura, podía llevarte al calabozo sin derecho alguno que te protegiera. Sicut est.

Otra muletilla muy trillada también por los cronistas octogenarios de aquel idílico paraíso español, es la fábula falseada de que aquí todo el mundo comía tres veces al día.

Que San Fernando tuviera la suerte de ser feudo marcial durante cuarenta años y la prórroga, no significa que en otros pueblos las cosas fueran del mismo modo. Mientras nuestros vecinos más cercanos las pasaban canutas para hacer un puchero de gallina, aquí la despensa militar daba caldo para el patio y la casapuerta. No en vano, cuando la mayoría de las poblaciones dependían de las nubes para que la siega del campo fuera propicia, lejos de aquí, La Isla era conocida como la alquería de las catorce cosechas. O sea, doce pagas fijas anuales y un par de ellas más extraordinarias, como las que nunca llegaron a disfrutar los jornaleros subyugados.

Una vez salvada la década de los cuarenta del siglo pasado en la que pasaron hambre hasta las ratas del Lapero, esto fue jauja. En el yermo desierto de la dictadura, San Fernando era un oasis de palmeras datileras y arroyos cristalinos, donde las mujeres hacían cola a la puerta de los comercios a la espera de su apertura. 

Aquí venía gente de todas partes a buscarse la vida porque las vacas de este pueblo contaban sus ubres por docenas y la leche manaba a borbotones. El que no tenía el padre en la Carraca, tenía un tío en la Constructora o un primo en el Consejo, con lo cual, además del sueldo, se garantizaba el acceso a economatos y benéficas que abarataban y financiaban cualquier producto necesario para el sustento familiar. Esto por no hablar del mangoneo consentido por el ojo que miraba para otro lado en las dependencias militares, donde el afecto a la rapiña adquirió el rango de categoría profesional y la pasión por lo ajeno se convirtió en una refinada técnica practicada sin miramientos.

Los almacenes y los pañoles ejercieron de graneros populares con crédito ilimitado y las bodegas de los barcos, depósitos de mercancía en las que el whisky y el tabaco lideraban la lista de otros productos menos demandados pero más rentables. De ahí que los indios canarios tocaran las palmas con las orejas cada vez que asomaba por el muelle de su Isla, cualquier buque militar con bandera española.

Esa era nuestra ciudad para los españoles nostálgicos. Los que dejaron encallada su añoranza en el patio del cuartel de instrucción de aquel servicio militar para enchufados. Donde los cañas cenábamos caliente en casa y ocupábamos destinos selectos o eximidos, a cambio de la ración a plata para el jefe de turno, mientras los paletos abandonaban sus hogares para dedicarse a limpiar letrinas y baldear la sentina de navíos decrépitos en estado de bancarrota.

Aquel manadero de favoritismos dejó secuelas morales que aún perduran en esta tierra. Por eso, la confrontación dialéctica con esos paisanos anquilosados políticamente en aquella farsa de justicia social, es imposible de considerar. Sus argumentos pseudo-conservadores indefectiblemente confluyen en un razonamiento obsoleto que en nada se parece a lo que supone una ideología tradicional dentro de un Estado de Derecho.        

Viven la democracia lamentando sus inconvenientes, pero se beben en poncheras de Bohemia el jugo que le extraen. Se rebelan contra sus obligaciones, pero se saben de la A a la Z el Larousse de sus derechos. Añoran el orden y el respeto, pero ya no besan el anillo a sus santidades. Desprecian la falta de moralidad, pero tienen sus ordenadores llenos de archivos porno. Se oponen al divorcio, pero duermen en camas separadas. Reprueban la presencia de inmigrantes, pero olvidan el éxodo nacional en los sesenta. Denuncian el hambre en el mundo, pero toleran la fortuna de la Iglesia. Rechazan la eutanasia, pero imploran la muerte del desahuciado. Refutan la Ley de la Memoria Histórica, pero glorifican a los caídos por la Patria. Desaprueban el aborto, pero lo practican en la clandestinidad.

Deberán pasar muchos años aquí en La Isla para que el falso puritanismo y las reminiscencias del pasado, acaben por pudrirse de una vez por todas en su propia discordancia.

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