Tengo mucho que agradecer, ya digo, a este ambiente popular conservado como de milagro en la costa abierta al oleaje en donde mi familia encontró su desarrollo. Sus gentes se han difuminado en una población cosmopolita pero siguen afianzados al urbanismo en pequeñas manchas donde persiste su identidad a duras penas; eso sí, sin extrañarse de nada aparentemente. Llevan siglos sentados a la puerta viendo pasar culturas, ya sé que suena a rimbombante, y han heredado ese despego, que es rústica filosofía, porque saben que cualquier cosa puede esperarse de un cambio de marea. Me impresionó siempre la fácil aproximación a ellos y la comunicación natural que se obtiene sin esfuerzo si se intenta de buena fe. Era todo un descubrimiento después de la sequedad de aquella tierra adentro que acogió a mi padre haciendo el camino inverso. Tiene mi tierra también su encanto, nadie diga lo contrario, pero de otra manera. Yo aquí lo intento cada día porque no llego a creerme esta espontánea apertura al que se acerca, que es una de las delicias más grandes de esta vida. No hay un yo sin un tú, se ha dicho con acierto, y aquí se vive cómo Andalucía bajo su aparente desparpajo esconde un fondo de quietud contemplativa. Es la sabiduría del buen flamenco, que se canta a palo seco y las piernas bien compensadas en la pauta del canon estético; de una senda barroca que se entra por el relieve del alma para esperarse todo sin hacer extraños.
Yo no voy a pretender estudiar la idiosincrasia del lugar que sin duda se me quedaría grande; sólo narro el hecho. Cómo puede ser de cercano un pueblo que mira al sur, que se quiere perder entre el Atlántico y el Atlas, y calentarse en un sol que roza saltando chispas como piedra de afilar todo el meridión de la península; cómo puede aceptar desde una serenidad infinita. De verdad os digo, hay que ser castellano y venir de aquellos secarrales, en que verdea polvorienta la vid en el verano y cruje al pie la tierra helada del invierno, para valorar la lengua de la espuma.
Pero aquella es también tierra de sol, que en eso ambas son hermanas: cada mañana me sorprende el cielo y cada noche la profundidad de lo estrellado como en el mar manchego. Por las tardes camino atraído hacia el litoral africano por ver si alguna vez tengo suerte de llegar al otro lado. Donde cae tanta luz que debe ser una cascada indescriptible. ¡Madre, quién la viera! El poniente es mi amigo y yergo la frente a su oleaje porque es energía que viene del misterio donde a diario, ya digo, se agota el tránsito solar. Hay quien no lo sabe, pero estamos muy condicionados los que vivimos en este sur por el carro del astro que obsesionaba a aquel faraón, Ajenaton, que casi mil cuatrocientos años antes de Cristo compuso un himno celebrando esta influencia: 'Apareces henchido de belleza por el horizonte del cielo, Disco viviente que das comienzo a la Vida'. Es hermoso el verso egipcio inspirado un poco más abajo de esta costa y cuatro milenios antes. Huyó de Tebas el faraón, ciudad abigarrada, para construir el templo entrando en el desierto y dispuso para el rito grandes patios bien expuestos a los rayos solares.
Seguimos aquí practicando esta comunión con el astro y peregrinan a nuestras playas durante el año los pueblos nórdicos que se pasaron de latitud un pelín y no pueden olvidar a sus ancestros que están fuera de la historia. Yo he cantado ya esto muchas veces de esta tierra que milagrosamente ha vuelto a cultos ya olvidados. Cada turista, por primera vez sentado en la arena con los pies sumergidos en la resaca, evoca, lo sé por mí, un velado subconsciente y encuentra que llevaba esa tendencia dentro en un código antiguo todavía no interpretado por la ciencia. Estamos en los dominios del dios Atón, por decirlo de forma mítica, y no cabe otra explicación más oportuna. Nos atrae el sol y venimos a contemplarlo en el esplendor de su cuna. No pocos autores han descubierto el filón literario del antiguo Egipto pero no todos son conscientes de que remueven en sus lectores cenizas interiores que llevarían a cultos muy ensamblados con la naturaleza. Costa del Sol, en su nombre se esconde este secreto.
Pero lo que recuerdo con más viveza es el aula. Dejé media vida enseñando en este pueblo, lo que me da ante mí mismo ciertos derechos. Mi aula me ha gratificado mucho. Hay colegios que se dedicaban a espulgar expedientes: no hay plaza, si las notas no eran brillantes; eso lo he vivido, hablo de recuerdos, y me deja un poso de negrura. Cualquiera que se haya acercado a la enseñanza lo sabe: marginar desde el pupitre me parece el peor de los horrores y, si se traiciona al cristianismo, ya el colmo. Tengo malos recuerdos, no me las doy de bueno, y me gustaría que alguien lavara el escándalo. Sé que es condición humana pero nos señaló con el dedo a todos la madre Teresa, ya no tenemos escapatoria. Muy pocas compensaciones daba ejercer en un colegio público y tiene que pasar tiempo para aceptar que era un privilegio. Mucha gente lo pasaba muy mal y no había ni la más mínima compensación de reconocimiento social. Cuando algunos hablan de familia y educación me echo a temblar, no sé cuándo curaré el sarpullido. Pero hemos tenido la suerte de empujar a la media España que se retrasaba, aunque no tenemos mérito.
Muchas más cosas escribiría sobre mi biografía agarrada al tronco de Torremolinos como una hiedra. Y seguramente lo haré si Dios me concede tiempo. Me preocupa su futuro porque en él tengo depositados mis ahorros. Me refiero a mi docencia. Pequeños ahorros pero que configuran mi idiosincrasia en los recuerdos. Como quiero a mis alumnos, quiero a este pueblo que un día dejó de ser rural y se convirtió en cosmopolita como no podía sospechar él mismo. Y se lo merecía por su bonanza.