Hacia el final de su novela La Peste escribió Albert Camus que “hay algo que se aprende en medio de las plagas, que hay más hombres dignos de admiración que de desprecio”. Es la guerra la única plaga para la que el ser humano no descubrió una vacuna. Nos visita de forma regular, y junto con su colección de atrocidades exhibe algunas estampas sublimes. Esta es una de ellas.
Según todas las historias del fútbol, los inventores de este deporte perdieron su primer partido el 15 de mayo de 1929. Aquel día, en Madrid, en el viejo Metropolitano, la selección española se impuso a los pross por 4-3. Antes de aquello los ingleses no habían perdido nunca en el continente. Esta afirmación es estadísticamente cierta, aunque esencialmente errónea. Una improvisada selección alemana había logrado ganarle un partido a un combinado inglés una vez. Ocurrió sobre los helados campos de batalla belgas, durante la Primera Guerra Mundial.
El 28 de junio de 1914 fue asesinado en Sarajevo el archiduque Francisco Fernando, heredero de la corona austro húngara. Un mes más tarde, Europa estaba en guerra. Fue aquella una guerra terrible, porque se estrenaron en ella nuevas e imaginativas formas de matar. Fue la guerra de las trincheras, de los asaltos suicidas a pecho descubierto, del gas mostaza; de los primeros tanques, los primeros aviones y los últimos caballos. Fue una guerra en la que en una sola batalla, la del Somme, perdieron la vida más de un millón de personas.
De la guerra no se libraron los deportistas. Hubo entre los ingleses un football battalion, un batallón de los futbolistas, en que se alistaron y perdieron la vida muchas de las grandes estrellas del momento. Ocurrió en Gran Bretaña y también el Italia: en agosto de 1915 un mortero acabó la vida de un joven teniente de 28 años que había sido capitán e ídolo del Genoa, el mejor equipo italiano del momento. Su nombre era Luigi Ferraris, y el estadio genovés lleva todavía hoy su nombre.
Cuando los gobiernos europeos decidieron resolver sus rencillas mandando a los jóvenes de sus países al campo de batalla, nadie sospechaba que la guerra se alargaría durante cuatro interminables años. En Navidad, en casa, esa era la consigna. Pero llegó la primera Navidad, y la guerra seguía allí, había llegado para quedarse. Los campos de la vieja Europa se cubrieron de profundas cicatrices; se llenaron de trincheras enfrentadas, en las que millones de muchachos se instruían en el oficio de odiar y matar al enemigo.
Pero aquella primera Navidad de la guerra, en el frente occidental ocurrió algo extraordinario. En las trincheras alemanas sonaron unos villancicos, que fueron coreados al instante desde las posiciones inglesas. Un soldado se atrevió a salir con una bandera blanca, le siguió enseguida otro... y el frente de guerra se convirtió para exasperación de la superioridad en un frente de paz. Hubo intercambio de los miserables bienes que permite la guerra, alimentos, alguna botella de coñac, y de algún lugar salió un balón de fútbol. Y allí, sobre aquella helada tierra belga que era entonces tierra de nadie, se improvisó un partido entre alemanes e ingleses. Ganaron los alemanes 3-2. El diario Times público la noticia el 1 de enero de 1915. Lo que no supieron, no pudieron o no quisieron hacer los políticos, parar la guerra, lo lograron la Navidad y el fútbol.
Ya no habría más treguas a lo largo de aquella guerra larga y terrible. Escarmentados, los mandos tomaron las medidas oportunas y se encargaron de aleccionar a sus soldados: eran enemigos y tenían la obligación de odiarse.
Jerez
Navidad de 1914: Cuando el fútbol paró la guerra
Sobre los helados campos de batalla belgas, durante la Primera Guerra Mundial, combatientes ingleses y alemanes disputaron un partido de fútbol. Ocurrió en la primera Navidad de la contienda. Ya no habría más treguas a lo largo de aquella guerra larga y terrible
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