Ahora mismo tiene montado su taller en las puertas de la Casa Palacio de Los Águila, en la Cuesta de Belén. Antes, hace siglos, los pobres se apostaban en las puertas de los poderosos para esperar el mendrugo de pan o la patada de desprecio, y ahora los artistas callejeros se sientan a trabajar en esas mismas puertas, esperando la sonrisa de un niño o los tres o cuatro euros que cobra por una pulsera para la muñeca de una adolescente.
Me acerco a él, me presento y me dice que puedo preguntarle lo que quiera, así que empiezo por lo más fácil:
¿De dónde eres?
—De Estella.
Ah. ¿Eres navarro?
—(Se ríe) –No. Hombre. Hay dos Estellas. Yo soy de Estella del Marqués.
(Yo también me río). -De Jerez entonces. Me contesta que sí con la cabeza, como si no le hiciera muchas gracias el gentilicio. ¿Cuántos años llevas trabajando en la calle?
—Muchos años. En algunos pueblos me echan, pero aquí a Arcos vengo mucho porque me tratan bien, no me discriminan en los bares y tengo algunos amigos.
¿Y no tienes casa fija?
—Ni fija ni nada. No tengo casa.
Perdona que te pregunte, pero ¿cómo cubre una persona sin casa las más elementales medidas de higiene o de descanso?
—Mira, aquí en Arcos, por ejemplo, me ducho en la Cruz Roja, y allí también puedo dormir. Como te he dicho, tengo algunos amigos con los que comparto cosas y me siento aceptado y correspondido.
¿Cuándo un hombre decide “desertar”, apartarse de las normas sociales establecidas, y dedicarse a vagabundear, a viajar por el mundo sin más herramientas que unos trozos de cuero y unos punzones?
—Escucha. Yo soy topógrafo del IRYDA. Estudié. Pero salí pitando de mi casa porque estaba harto de ver cómo mi padre maltrataba a mi madre. Mi padre me exigía que ejerciera mi profesión, pero le dije que no, que me iba de la casa. Y punto.
Y ya en la calle qué.
—Pues nada. Andar por ahí. He estado en toda España. De unos sitios me han echado y de otros no. Y así he ido viviendo. También he estado en Europa, en Italia, en Amsterdam, haciendo pulseras y fumando.
Por la expresión de su rostro deduzco que no ha fumado precisamente tabaco, así que entro en su terreno. El imaginario colectivo suele asociar este tipo de actividad, la confección callejera de pulsera de cuero y demás con el consumo de drogas. Para decírtelo claro: ¿tú has tenido relación con las drogas?
—Ya te he dicho que en Amsterdam fumaba. Era asiduo a los cofees shop. Allí se fumaban porros y se bebía cerveza. Pero siempre pagaba con mi dinero. Nunca le he robado nada a nadie.
¿Y sigues “fumando”?
—No. Ahora bebo cerveza. Y beber y fumar porros me parece un abuso. No hay que ser tan ansioso. Bebo cerveza y fumo cigarros legales, mientras más baratos mejor.
Me imagino que vivirías muy de cerca la época dura del sida?
—Buf. Sí. He pasado descalzo por encima de muchas jeringuillas.
Esta contestación me parece algo críptica, algo misteriosa, casi poética, y la dejo ahí, sin incidir más en el tema. -¿Arcos es de los pueblos donde se te acepta o donde se te desprecia?
—No. Aquí se me acepta, y no me echan de los bares. En otros sitios me dicen que no quieren vagabundos, incluso que soy muy feo con barbas, imagínate. Hay mucha hipocresía en la sociedad. Hay mucha falsedad y mucho desprecio a los pobres. ¿Y qué daño le hacemos nosotros a nadie? Hacemos felices a los niños y a los chavales, porque por unos cuantos euros le damos un bolsito de cuero o una pulsera. ¿Qué niño no conoce al Juan El hippie? ¿Quién no se ha tomado una cerveza con Juan El hippie?
¿Te llaman ‘El hippie’?
—Sí. Yo soy Juan El hippie. ¿Sabes por qué?
Me río y le miro las barbas.
Lo tuyo es arte, ¿verdad?
—Hombre, fíjate. Estoy hablando contigo y trabajando. Ya tengo casi terminado este bolsito.
¿Y merece la pena este arte?
—Claro que sí. El día que desaparezca el arte callejero, el día que nos encierren a todos, o nos echen a la Policía, se acabará el arte en el mundo.
Y ahí acabamos. Luego hablamos ya de cosas que no voy a escribir aquí, y resulta que el hombre, vaya, se ha quedado sin tabaco, así que para que no abandone su puesto de trabajo me ofrezco a ir al estanco a buscarle un paquete de “Fortuna”. El “Fortuna”, bendito Dios, está en el estanco a cuatro euros con cuarenta y cinco céntimos. Cuando vuelvo, el hippie enciende uno y me dice que va a dar de mano, que ya son las dos y va a irse allá abajo, a un bar cercano a la Cruz Roja.