Pues verán ustedes, cuando uno en su vida está como está la Semana Santa, justo a la mitad de su recorrido, no puede de dejar de asociar los días hasta ahora vividos con las etapas ya recorridas.
Si el Domingo será siempre parque, estrenos, carritos, hombros elevadores para ver bien la luz que nos invadía… si el Lunes es el día de las primeras aventuras de salir con amigos, andar distancias inimaginables, (bueno más bien correr, que el vigor juvenil todo lo puede), chalecos a la cintura, discusiones por tirar por ésta o aquella calle, primeras manos cogidas temblorosamente debido a la inquietud que provocaban las ansias de recorrer territorios desconocidos pero ansiados por empuje del reloj de la vida… Si el Martes es ya la explosión absoluta de la vida, la libertad de horarios, la selección porque ya empujan las preferencias, la seguridad de que la ciudad empieza a ser un territorio conocido incluso más allá de las distancias que hasta entonces conocíamos, y la compañía ya buscada sin tapujos.
El Miércoles Santo tiene para mí el regusto de la madurez, de la vida que empieza a estar asentada porque al menos ya sabemos lo que queremos o, como mínimo, empezamos a estimar que no queremos con nosotros. Esta madurez se plasma en el día lleno de elegancia, manifestándose en las distintas formas que la ciudad sabe serlo.
Será desde Nervión donde la cofradía que siempre parece recién creada por su frescura, siempre joven a mis ojos, desde donde esa primera manifestación de estilo se mostrará para sacar del error al todo el que piense que la belleza son rígidas normas escritas en piedra.
La paradoja será que desde una de las partes más antiguas vendrá una cofradía joven con aires de barrio y empuje de hermanos por hacerse un hueco donde, otro error, creemos que todo está escrito.
La elección de elegancia del día no quedará aquí, pues es tan amplia como la gama de colores, sólo se trata de ser uno mismo sin mentiras ni imitaciones; así en San Pedro la austeridad castellana dejará su impronta cuando aún estamos sorprendidos porque desde San Martín el andar de un paso y una belleza aniñada nos dejó los ojos bien abiertos.
En ese recital de estilo, la torería tiene su sitio, bien subiendo un puente con Salud como el mayor de los tesoros y por tanto deseo más pronunciado, y palio con bordados y colores de capote de paseíllo. O bien, saliendo directamente desde el rubio albero con el dolor por la muerte de lo más querido hecho niña y recordándonos que nada duele más que lo que es fruto de nosotros. Así está escrito y así debe ser para continuidad de nosotros mismos.
Elegancia clásica de estilo romántico por San Vicente, donde el aire de la ciudad se afina para que podamos disfrutar de los sonidos que sus silencios nos ofrece. Contrapunto una vez más desde la parte más antigua de la ciudad hecho capa, olivo de movimiento acompasado y belleza que amasa sentimientos.
Y no he olvidado la lección más magistral que se pueda dar de saber estar y ser como es el testimonio de solidaridad que desde la simpleza de atuendo franciscano dará un palio diseñado y decorado con los niños prendidos de sus caídas para recordarnos que allí encontraron los cuidos que nosotros tan preocupados de otras cosas, no supimos darles.
Saboreen este día como el mejor de los vinos sin prisas y deteniéndonos en cada uno de sus matices.