Vecinos de un barrio residencial solicitan del Ayuntamiento el cierre de una plaza en la que, según parece, se reúnen con frecuencia gente incívica y problemática. Otros, en otro lugar, consiguieron hace tiempo que se eliminaran los bancos, para evitar eso mismo. En otra esquina de la urbe, algunos solicitan la clausura del carril bici en ciertas horas punta, por la peligrosidad que supone. Es la ciudad asustada.
Paseantes por los lugares emblemáticos de Sevilla, territorios ganados para el peatón hace una década, observan cómo al transitar por los mismos han dejado de sentir la satisfacción de verse como peatón y protagonista urbano, y han involucionado en figurante que, con dificultad, sortea veladores, terrazas, sombrillas, macetones, separadores, lluvia fina y camareros con prisa. Es la ciudad expropiada.
Una exposición sobre imágenes del Orgullo en la Avenida causa escándalo en ciertos medios, y aparecen pintadas insultantes sobre las fotos. Surge inmediatamente el agravio comparativo: eventos tradicionales llenan las calles con frecuencia, la ocupan también con sus músicas y símbolos, pero eso es considerado la norma. Es la ciudad exceptuada.
Estas tres situaciones tienen en común que nacen, crecen y se reproducen como problemas en un mismo territorio: el espacio público. Jordi Borja, memoria viva del modelo Barcelona y sus avatares desde los setenta, afirma que la ciudad es ante todo espacio público, y el espacio público es la ciudad. Y ello es así cuando comprendemos que la ciudad ni ha sido ni puede ser una simple acumulación de construcciones materiales y económicas.
Desde un punto de vista progresista, la ciudad está cargada de principios y valores transformadores, es la expresión mas fidedigna y capacitada de la sociedad humana, y debe servir para dignificar la vida de sus ciudadanos en todos los órdenes. Y es precisamente el espacio público el ámbito, repleto de significación, en el que las ideas transformadoras son sembradas y fertilizadas, para finalmente fructificar. Pero para que esto se produzca, el espacio público debe de convertirse en el protagonista del pensamiento, la planificación y las políticas urbanas.
En la ciudad asustada, el espacio público es algo peligroso y amenazante, miedo real o alimentado, para hacer del mismo el lugar donde “los otros” alarman a una sociedad incapaz de actuar con decisión en defensa de lo común. En la ciudad expropiada, el aprovechamiento mercantil del espacio público deja de ser la excepción para convertirse en norma. El ciudadano degenera en consumidor. En la ciudad exceptuada, el uso del espacio público, no es equitativo, en él se escriben prevalencias de unos sobre otros. Para unos hay un derecho casi ilimitado. Para otros, el uso del espacio público se autoriza a modo de excepción, bajo estrecho control.
El derecho a la ciudad es el concepto que viene a remover estas no-ciudades, desde el compromiso entre una ciudadanía consciente y activa y unos gobernantes obligados, en primer lugar, con el interés general de la gente. El espacio público es el terreno de juego de esa partida.
La gestión progresista de la ciudad exige de una ideología urbana clara y definida, centrada en ese derecho a la ciudad, que incluye el derecho a servicios y viviendas dignas, a una movilidad adecuada, a un paisaje armonioso y bello, o a disponer de oportunidades, se sea del barrio que se sea. A sentirse partícipes plenos de la ciudad, en definitiva.
Para su desarrollo es imprescindible disponer de instrumentos de planificación a pleno rendimiento, e instituciones totalmente activadas para aplicarlos. Pero, sobre todo, se precisa de un impulso político fuerte y constante en la construcción de ese modelo.
Laissez faire, laissez passer, es una idea más cómoda, cierto, pero para el progresismo urbano es un suicidio.