Arranca un nuevo curso escolar, y ahora uno hasta echa de menos (¡quién lo iba a decir!) cuando antaño las noticias, aburridas a más no poder y cíclicas, como un “déjà vu” anual, viraban casi exclusivamente en torno a la supuesta ilusión de los más pequeños por reencontrarse con los compañeros, cargados con sus flamantes maletas y sus libros y materiales con olor a nuevos, y el más que evidente desasosiego y desencanto de los más mayores por recuperar las obligaciones. Definitivamente hoy el comienzo del curso viene marcado, como casi todo (qué hartura, oiga) por la omnipresente política.
Y como todo lo tocado por la mano de la política (esa que se practica ahora con minúsculas), el comienzo del curso lo hace sumido en la duda y en la inseguridad. En Andalucía, además, como si ya eso no fuera de por sí suficiente castigo, se ha complementado con una buena dosis de improvisación.
Y ahí sigue la LOMCE, y su calendario de aplicación, una ley que no es buena ni por asomo, aunque posiblemente no tan mala como dicen, o al menos, desde luego, no peor que sus antecesoras, pero que es repudiada por todos, hasta por el PP, aunque, lógicamente, no en la misma medida. Todos quieren cambiarla, lo que sin duda debería facilitar un acuerdo, una salida airosa en beneficio del bien común, pero dado el signo de esta época en nuestra historia política reciente, en la que seguramente más se habla de pacto y de disposición al mismo, pero menos se ponen las condiciones para que se produzca, ese consenso por el cambio deviene insuficiente.
De este modo, el nuevo curso ha venido señalado por la implantación del segundo idioma en Primaria (3º y 5º curso) y los itinerarios en ESO (3º y 4º curso), sin dotación para afrontarlos. Y también en el horizonte por las nuevas pruebas finales de ESO y Bachillerato, las conocidas como “reválidas”, aunque nadie sabe cómo acabará esto, cuando aún hay Comunidades autónomas que abogan por el incumplimiento legal y la insumisión.
Resulta cuanto menos curioso que la misma Administración andaluza que justifica en la obligatoria y perentoria aplicación de la norma, el segundo idioma, aunque falten personas con titulación para asumirlo, e itinerarios, sin dotar al centro para ello, se plantee, sin embargo, incumplirla alegremente en cuanto a las reválidas se refiere. La Administración educativa andaluza tiene la incoherencia por castigo.
No nos olvidamos de que sigue sin solución a la vista el tratamiento dado a la asignatura de religión, a la que la LOMCE permitió disminuir en horas, y las consecuencias que ello conlleva para el permanentemente maltratado profesorado de la asignatura, y eso, que la materia sigue siendo mayoritariamente elegida por los padres.
Por todo esto, ante este escenario, hablar de pacto educativo hoy es una quimera, una utopía inalcanzable, porque no basta con decir que se está dispuesto a dialogar, sino que en realidad hay que estarlo. Cuando nuestros políticos son incapaces de ponerse mínimamente de acuerdo para la gobernabilidad del país y evitar unas terceras elecciones, resulta impensable hablar de pacto nacional por la educación.
Y a todo esto, sigo pensando que la mejor reforma sería aquélla en la que el Estado metiera sus manazas lo menos posible en la educación, solo en unos mínimos garantistas, y permitiera a los centros (públicos, concertados y privados) que con autonomía ofrecieran soluciones creativas a los muchos problemas de la educación, los reales, y que los padres premiaran o castigaran sus opciones con su libre elección. Frente a ello, se sigue optando porque hablen los políticos y callen los docentes, por el intervencionismo y la injerencia educativa, que tan aciagos resultados nos están dando.