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La tribuna de Viva Sevilla

Las mascotas de mi infancia

Ignacio Montaño, excomisario de Sevilla en la Expo’92, emula a Gerald Durrell y recuerda los animales que le acompañaron cuando niño.

O  el equivalente, porque en aquella época una mascota era, sin duda de ninguna clase, un tipo de sombrero, principalmente masculino. Nadie decía “tengo una mascota”, sino, un poner: “tengo un gato, un perro, un pájaro…” Hablamos además de las facilidades que ofrecía un pueblo para convivir con los animales. Y va de mascotas. La primera que tuve fue una vaca, mi vaca Paloma, que la compró mi padre para que me alimentara con su leche; tan bien alimentado, que a los seis meses pesaba cerca de doce kilos. No salí yo con mucha vocación de vaquero. Ya he contado que para forzarme en los estudios mi madre se limitaba a contestar ante los piropos ajenos por las buenas notas: “Es que si no las sacara tendría que irse con las vacas”. ¡Y mano de santo!

Pero la Paloma era una excepción. Mientras ella comía trozos de tallos de maíz yo le contaba mi vida y ella me miraba comprensiva; hasta que un día, ante su poco interés por mi historia, tiré del palitroque riñéndole y ella hizo un giro brusco con la cabeza y me dio con su cuerno gacho en un ojo. Al llegar a mi casa, Luis el gitano -hermano de mis amigos Francisco, Bernardo y el Lolo -, que estaba repellando la fachada, me preguntó por el ojo morado y le dije que me había picado una avispa. A la mañana siguiente, enterado de la verdad, se limitó a decirme con mucha guasa: “¡Niño, la avispa tenía cuernos!” La Paloma la vendió mi padre para carne, ya muy vieja, y el comprador la llevó al Matadero de Sevilla amarrada a la parte trasera de un carro y prácticamente murió en el camino. Lo recuerdo como uno de los mayores disgustos de mi infancia.

Otra mascota fue un gorrión volandero que me cogió mi padre y al que le puse de nombre “Funesto”. La vida de “Funesto” se correspondía totalmente con el nombre. Con el poco dinero que había y la austeridad de mi madre, el gorrión tenía por nido un cajón de la máquina de coser. Me lo llevaba al colegio de Don Ernesto, con un hilo amarrado a su pata y a un ojal de mi camisa. Tenía sed y bebía del tintero, con lo que las boqueras amarillas se le ponían negras, pero por poco tiempo, porque la tinta la hacía el maestro con unos polvos de fuchina desleídos en agua y a la hora se borraba lo escrito y “Funesto” recuperaba su color natural en la boca. Vivió poco porque otra mascota, esta de mi hermana, un gato medio angora fruto de un desliz de mi gata con el gato angora de una vecina, acabó con él mientras yo, inocentemente, intentaba que ambos animales fueran amigos. El gato parecía bobalicón, y yo le acerqué a “Funesto” diciéndole: “Mira que pajarito más bonito”. Y a la velocidad del rayo el gato tonto sacó la uña y le destrozó el pecho. Eso sí, tuvo un entierro de primera en el corral de mi casa, dentro de una cajita y con una cruz presidiendo el duelo.

En mi casa hubo siempre una gata, una detrás de otra, pero en mis recuerdos sólo hay una: mi gata. Porque mi gata se acostaba conmigo y antes de enrollarse como una rueda de calentitos y quedarse frita, me daba una sesión de lavado de pelo a base de lengüetazos, igual que hacía con sus gatitos. Sigo pensando que la pérdida del flequillo y del resto hasta dejarme medio calvo, se la debo a mi gata. Una vez tuvo un gatito blanco, medio angora, fruto de sus andanzas con el gato totalmente angora de Anita Pilar, que tenía un taller de costura dos tejados más allá, y cuando lo estaba criando se perdió durante dos semanas. Parece ser que permaneció encerrada en un sobrado de una casa del Calvario. Cuando volvió, rechazó al gatito y decidió que yo era su niño, con lo cual aumentaron los masajes capilares. Al gato blanco lo adoptó mi hermana y como ya conté se cargó a mi pobre gorrión. ¡Qué hay que ver la ocurrencia de ponerle un nombre tan triste y premonitorio a “Funesto”!

Mi hermana, casi tres años más pequeña, vio un día al gato lleno de pulgas, rascándose desesperadamente, y ni corta ni perezosa le cubrió la cabeza con un trapo y en el resto del cuerpo le dio con Cuchol, un preparado muy potente contra los bichitos. Los saltos y los maullidos del pobre animal dieron un susto de muerte a mis padres, que desconocían el origen del baile del minino. Mi gata murió de un mal parto al atravesársele uno de los gatitos. Yo estaba interno en los Salesianos y como quería tanto a la gata, mi madre llamó al veterinario y se gastó el dinero en medicinas para intentar salvarla y para no darme a mí el disgusto. Esta vez se portó con generosidad.

¿Otras mascotas? Mi hermana tuvo un cordero, el más cariñoso del mundo cuando la veía, pero que se dedicaba a darle trompadas a todo bicho viviente si nos acercábamos a su dueña. Para no desentonar yo tuve una cochinita silleta, es decir que tenía la columna vertebral como hundida, que se quedaba dormida si le rascaba en la barriga al tiempo que gruñía suavemente de satisfacción. En mi casa y en la vaquería había más animales, pero no llegué a intimar con ninguno de ellos: las cabras me daban miedo, las gallinas eran poco sociables y los patos, muy celosos, te picaban en los tobillos si te acercabas a su familia. Ya saldrán algunas anécdotas de ellos, pero de mi familia, familia, sólo eran verdaderamente la vaca Paloma, mi gorrión “Funesto” y mi inolvidable gata.

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