Iluso de mí, quizás buscándole un matiz social positivo a las semanas más duras del confinamiento, pensaba que de esta crisis sanitaria y económica saldríamos mejor país, mejor pueblo, mejores personas. Me equivoqué. El deseo quizás me nubló al creer sinceramente que las demostraciones colectivas de vecindad; solidaridad con los necesitados; resistencia y coraje ante la adversidad; reconocimiento a los profesionales esenciales y de empatía con el diferente perdurarían en el tiempo. Sin embargo, pronto, muy pronto, sin haber superado el estado de alarma, nos hemos dado muchos de bruces con la realidad en la que se ha vuelto a imponer el individualismo, el egoísmo, la intolerancia y la verdad absoluta que cada uno parecer poseer despreciando la visión de los demás.
El Covid no nos ha vuelto peores, nos ha vuelto a ser lo que fuimos. Así que pocas lecciones nos dejará esta pandemia. Y buena culpa de ello -y no soy sospechoso de emplear el recurso fácil de culpar de todo a la política y a los políticos- lo tienen algunos de nuestros gobernantes y líderes, dudosos líderes, de algunas formaciones. Han alimentado tanto el odio y la confrontación con herramientas infames de bulos, mentiras, injurias y juego sucio, incluso desestabilizando a un país inmerso en una de las tesituras más complicadas de su historia reciente, que han logrado lo más peligroso: traspasar ese enfrentamiento a la sociedad, más polarizada e intransigente que nunca.
Tanto es así que muchos, entre los que me incluyo, hemos limitado en las redes sociales nuestras opiniones sobre asuntos políticos, medidas económicas u otras decisiones porque no estábamos dispuestos a ser devorados de inmediato a insultos o acusaciones de no sé qué intereses partidistas y torticeros. Asimismo, la política ha dejado de ser motivo de tertulia, debate o discusión entre mis amigos-as, primero en los grupos de whatsaap, y luego cuando hemos podido reencontrarnos presencialmente, porque no estábamos dispuestos a que lo que poco o mucho que nos separara pudiera minar nuestras relaciones.
Por ello, ahora que la curva de los contagios y fallecimientos está suficientemente controlada -esperamos que así siga-, la pregunta obligada es: ¿cuándo bajará la curva del odio, del rencor, del desprecio al diferente, de los impositores del pensamiento único y de los censores de la diversidad? Quizás para ello habría que inventar una cuarentena de desintoxicación para más de uno y más de dos. Así evitaríamos que se propagara ese virus tóxico y termine por contagiarnos a todos.