Había nacido en Arlanzón (Burgos) en 1914 y nos ha dejado en 2008 después de haber estado entre nosotros en su convento de San Francisco 58 años haciendo el bien entre todos.
Dignísimo hijo de Francisco de Asís, tímido, fervorosísimo devoto de la Virgen, penitenciario de Cádiz por excelencia y entrega total. Asistente de enfermos allá donde hubiera uno necesitado de los auxilios espirituales de la religión católica. Fundador del coro de San Francisco que tantos actos solemnes ha protagonizado en la liturgia del templo más concurrido de la ciudad; en ese San Francisco o iglesia de Ntra. Sra. de los Remedios, que los hijos del poverello de Asís aquí quisieron fundar en un ya lejanísimo siglo XVI, más concretamente en 1566.
Atendiendo a todos en su rinconcito de la capilla del Cristo de la Vera-Cruz, entre Él y su Madre, el padre Nicolás Juez daba pasto espiritual a los penitentes. Siempre amable, siempre atento en ese confesionario de San Francisco que nunca deberá desaparecer de ese sitio, el suyo. Yo sugeriría que para siempre unas flores nos recuerden a todos que desde ese lugar el padre Nicolás consolaba con sus consejos y con sus limosnas siempre que alguien necesitado, ya de una cosa o ya de la otra, a él se acercaba para implorarle lo mismo una absolución que unas monedas; y jamás defraudó a nadie, al contrario, la clemencia y amor de Dios se iban con el solicitante.
El Ayuntamiento de Cádiz lo nombró en 1996 Hijo Adoptivo de la ciudad, y el Ateneo de Cádiz en el año 2002 (29 de noviembre); le otorgó el título de Gaditano del Año Siglo XXI por el área de Derechos Humanos, en un acto celebrado en el Salón Regio de la Diputación de Cádiz.
Amante de los animales, todos recordamos a la gatita del padre Nicolás, Cati, que se paseaba por la iglesia y por el convento como dueña y señora de sus estancias. Y también recordamos algunos los gritos de la cocinera de los frailes, la Niña, como cariñosamente la llamaban en el convento, cuando la gatita hacía sus incursiones por la cocina conventual a la caza y captura de algo e Inés, que era la Niña, la echaba con cajas destempladas y ella se volvía mimosa para acercarse al confesionario de su amo en demanda de alguna caricia.
Hoy, y durante muchos años también, su figura –siempre con el hábito marrón y con las sandalias franciscanas lloviera o venteara– nunca dejará de estar presente tanto en la iglesia, en su rinconcito, como por el claustro o en el coro ya tocando el gran órgano conventual como dirigiendo a los cantores del famoso coro franciscano. Su huella, su presencia, su innata modestia, su risa franca, su generosidad, siempre estará entre los que lo conocimos. Pero, ¿quién ocupará el lugar de su generosidad en su rinconcito de la capilla del Cristo de la Vera-Cruz?
El padre de muchos pobres no habrá muerto si algún hijo de San Francisco ocupa su sitio y día a día, a cualquier hora, reparte el óbolo de la caridad que aconsejaba a sus hijos Francisco de Asís.
Alguien tiene que tomar el testigo del padre Nicolás, para que, como un monumento a su memoria, perdure siempre en los franciscanos el fraile hermano que cura las heridas del espíritu y sana como puede las de las necesidades diarias.