Primera: no es la primera vez que algunas decisiones judiciales causan estupor y alarma social, terrible paradoja en un sistema de convivencia –el democrático- en que jueces y magistrados son los principales garantes a la hora de restablecer derechos vulnerados y obligaciones incumplidas, en este caso de naturaleza penal.
Segunda: no alcanzo a comprender qué responsabilidad ha de achacarse al actual gobierno de la nación como no sea la de llevar a la ley positiva la doctrina jurisdiccional en materia de cómputo de condenas a fin de dotar de mayor seguridad jurídica a una cuestión que, por otra parte, no puede valorarse tan solo desde la perspectiva del terrorismo, por cruel que éste sea, pues dicha doctrina también asegura que nadie esté en prisión más tiempo del que le corresponde. Mientras este avance puramente legislativo no se produzca, la decisión compete única y exclusivamente a los jueces y magistrados que conocen de un determinado asunto.
Tercera: el error en la aplicación del derecho es inherente a todo sistema político, sobre todo el democrático, pues la ley, en contra de las apariencias, no es ni puede ser una ciencia exacta. Sólo el error grosero y deliberado acarrea responsabilidades corporativas, pero resulta difícil afirmar su concurrencia si hay jurisprudencia contradictoria emanada de los órganos judiciales superiores.
Cuarta: no se puede aplicar la detención preventiva a quien una resolución judicial ha puesto en libertad, a menos que otra resolución posterior enerve los efectos de la libertad recién recuperada. Semejante posicionamiento pervierte la esencia de la presunción de inocencia, piedra angular del sistema penal en democracia. El ex ministro Trillo, ideólogo de esta ocurrencia, lo sabe. Sabe que es una tesis descabellada porque una orden en tal sentido dirigida a agentes de la autoridad por el solo hecho de la excarcelación, y ejecutada por éstos, daría lugar a la comisión de dos nuevos delitos: prevaricación por quien la imparte y secuestro por quien la lleva a la práctica.
En el núcleo de estas reflexiones, a su vez, se cuecen dos preguntas:
Una: ¿cuándo surgirán políticos de altura en la derecha española que dejen a orillas de la contienda electoral asuntos tan sensibles como el terrorismo? El fin de desalojar al gobierno, el que sea, en modo alguno justifica los medios. El deber primordial de un político es abstenerse de crispar y de manipular las emociones, el ordenamiento legal y las instituciones democráticas.
Dos: ¿cuándo acabará la politización de la judicatura? Sólo trae consigo desconfianza en la labor fundamental de jueces y magistrados. En este encharcamiento endémico que padece la judicatura española han sido responsables los dos partidos mayoritarios, incapaces de reformar la Ley Orgánica del Poder Judicial para que sean los propios jueces quienes, mediante elecciones periódicas y limpias, elijan a sus propios órganos de gobierno y se profundice así en la auténtica separación de poderes sobre la que gravita la democracia.