Hielan la sangre, porque el estupor es frío y sudoroso, la continuidad -sin límite a corto plazo- de las guerras en Europa oriental y el Medio Oriente. Quizás todos, sin excepción, seamos culpables de estos crímenes que la locura humana permite y justifica -las guerras- al no adoptar una aptitud activa permanente, para acabar con esta lacra maldita.
Tanto amor a los animales, algunos de los cuales queremos que sean un miembro más de la familia, tanto insistir en el cuido y trato que debe tener la inmigración, tantas leyes a favor de okupas, tantas dádivas y subvenciones sin ningún esfuerzo a cambio en aquellos que tienen el deber de realizarlo, no en los impedidos, tantas persecuciones a eventos tradicionales como las corridas de toros o riñas de gallos, tantos indultos y amnistías, pero a los combatientes de estas guerras en curso no le faltan las armas más sofisticadas -incluidos buques y aparatos aéreos- que tienen su comercio y precio exuberante cuyo coste diario si lo invirtiéramos en construcción, por ejemplo, sería posible que el problema de la vivienda encontrara en muchos países su solución definitiva a esta penosa deficiencia. Estamos hartos de tanta hipocresía que no duda en ponerse holgado hábito de dignidad para cubrir el relieve de las monedas que oculta.
En nuestro país no se ha vuelto a llegar a las armas, a pesar de las críticas de cierta prensa británica, pero sí es cierto que nos encanta poner de manifiesto reiteradamente los mismos argumentos que, en la década de los treinta del pasado siglo, nos llevó a la cruenta confrontación.
Sumergidos en dictaduras, abandono de la monarquía y con un paréntesis republicano que ocultaba la tiranía que el falso proletariado ruso imponía, no éramos nadie ante Europa, máxime por la ausencia de actuación exhibida durante la Gran Guerra. Se nos indicaba, con la malicia correspondiente, que éramos un pueblo regresivo, atrasado y se nos pedía la implantación de un régimen democrático si queríamos que Europa nos abriera al menos la “puerta de servicio”. Llegó por fin el año 1978. España comienza un nuevo camino constitucional y democrático. Era un nuevo comenzar a andar, un nuevo aprendizaje. Pronto se oyeron las tópicas frases de “yo soy demócrata ante todo”, “ahora todos somos iguales” etc…, pero la democracia nos es un antídoto, no es un fármaco contra un hecho tóxico, sino que lo que ha de conseguir es la supresión de privilegios, que no haya en nuestro suelo ciudadanos encasillados en divisiones diferentes con diferentes derechos o posibilidades, que no respondamos a un linaje heredado, sino que seamos iguales ante la ley, el derecho a un hogar y un trabajo dignos, enseñanza gratuita y obligatoria, equidad de oportunidades y libertad de expresión y desarrollo, de nuestras mejores cualidades. Esta igualdad que es condición sine qua non de todo país que quiera considerarse democrático, no quiere decir que aquel que permanece “viéndolas venir” y se conforme con solo las prebendas -subvenciones de todo tipo- que le ofrecen, quiera además que las personas superiores a él en valía y responsabilidad se adapten a sus costumbres, modos de vida y escala de valores. Lo superior no debe bajar peldaños. Igualarse en derechos, pero no en deberes, esfuerzo, responsabilidad, dedicación o necesidad de superarse, dará siempre paso a la holgazanería y en la colmena humana se conseguirá que haya más zánganos que abejas trabajadoras. A la conciencia pública degenerada que impone el inferior -algo que en importante proporción estamos viviendo- es a lo que llamó Nietzsche “resentimiento”.
En los últimos meses y, sobre todo, en las últimas semanas tiene la democracia española un “tufillo” demasiado imperativo, personal y dictador. Viene de atrás y tiene su inicio en la “división autonómica” que algunas comunidades han hecho sinónimo de un independentismo, cuya agudeza ha llevado al enfrentamiento, el desprecio y también el odio a todo lo que tenga aroma español, desde el idioma a la bandera, desde el respeto a la desobediencia constitucional. El gobierno del país se decolora. Ya no es rojo ni azul, porque ha adoptado el tono grisáceo que las esposas o grilletes imponen. Para ocultar este apresamiento, consentido, sin cuya ayuda no es posible mantenerse en el sillón presidencial, promulgan decretos, indultos, amnistía, memorias democráticas, etc.., sin tener en cuenta el sentir popular y la opinión de todos los españoles, bastando la ayuda de aquellos que sin empatía por España, si se aprovechan de su progreso y creando en el sentimiento ciudadano la idea de que la democracia es más que una quimera, la loca diáspora de un abejar.
Pero siempre hay un más allá y en las horas presentes estallan los truenos que relampagueaban la depravación actual. La corrupción como gas innoble e irrespirable se esparce, no dejando espacio libre de contaminación ambiental e irritando gravemente a todo “hijo de vecino” que alucina viendo el baile de cifras, de monedas desaparecidas, que quieren ocultar los partidos representativos del país insultándose mutuamente o creando comisiones y formalizando denuncias, pero que no harán que el dinero retorne a su destino, porque el lugar elegido para su destierro o es desconocido o está bien blindado. Pero no todo es quebranto.
Se impone la idea bolivariana de que la Navidad ya ha comenzado y la contienda entre los pueblos para ver quien dispone de más luces para el alumbrado de esta efeméride ha comenzado y, aunque aquí, nadie se atreve a enunciarla claramente en estos días por la abierta puerta de todos los medios de comunicación ha comenzado a adentrarse en el grueso de la población. Continuarán las guerras, los odios entre grupos hermanados, la pérfida corrupción, pero que nadie lo cite en el puente de la Inmaculada, en el sorteo del “gordo”, en las comidas de empresas, en los regalos de Papá Noel y, mucho menos, en el nacimiento de Jesús -la Navidad- y la adoración de los Reyes Magos, que por estas fechas todos somos católicos, con Belén incluido, pero con buena mesa, buen vino, dulces, ocio y jolgorio. Y al que se le hiele la sangre, ante el panorama actual, que se acerque a la lumbre de la chimenea. Somos así.