El mundo se ha convulsionado por completo durante los diez años que han transcurrido desde los atentados yihadistas contra las Torres Gemelas y el Pentágono. Nadie hubiera creído aquel 11-S que el pueblo libio acabaría derrocando a Gadafi. Y menos aún que caminábamos sin remisión hacía una crisis financiera que ha hecho saltar por los aires todos los ideales de crecimiento económico imparable. Somos más pobres que aquel entonces, probablemente menos incrédulos, pero me queda la duda de saber si somos igual de estúpidos.
Diez años no significan gran cosa para el cómputo de la historia, pero suponen una eternidad para el devenir personal de cada uno de nosotros. Sin embargo, el tiempo particular asignado se diluye en la marea oceánica del tiempo histórico.
Esta absorción de existencias temporales concretas por la historia con mayúsculas quizá se deba a que acontecimientos de la envergadura del 11-S y del colapso actual nos sumergen de lleno en la incertidumbre, en el vacío consustancial a los cambios de ciclos, que son drásticos y dramáticos por naturaleza.
Ni la barbarie de aquellos atentados ni la locura de un sistema económico devastador pueden ocultar su significado: el declive de un imperio, de su cultura, de su estilo de vida y de las sociedades que lo habían mimetizado. Son la prueba crítica y definitiva del sufrimiento larvado en que Occidente se desenvuelve irradiándolo doquier.
Ya no hay dudas: Ben Leaden no se escondía en Afganistán y en Iraq no había rastro de armas de destrucción masiva. Las guerras siempre encuentran nobles pretextos. Cuanto mayor falsedad, más pomposos serán los argumentos bélicos y más patéticos sus defensores. Basta entonces rascar en las proclamas para advertir, no sin pesar, que la condición del hombre (de la mujer) dista mucho todavía de ser humana.
Diez años después del 11-S ha dado la cara el verdadero problema de la humanidad: el capitalismo genera sus propios enemigos y sus propios conflictos armados insolubles, no resuelve las injusticias seculares –las magnifica-, no respeta el medio ambiente –lo explota-, y hace de nosotros muñecos de trapo al albur de los intereses de las grandes corporaciones infiltradas en las instancias gubernamentales. ¿He de aludir, para sustentar mis afirmaciones, a la razia perpetrada en los campos petrolíferos de Iraq so pretexto de que este país formaba parte del Eje del Mal? El Eje del Mal, en todo caso, somos todos, pues es común a todas las razas ver en el otro a un enemigo, salvo si es adinerado. El Eje del Mal es el miedo al extraño, a su pobreza, a su lamento, a su poder, sin darnos cuenta de que convivimos entre extraños toda la vida.
Ya no hay duda: el ser humano retroalimenta sin descanso su capacidad destructiva y la envuelve en papel de regalo. Yo era –lo confieso- uno de aquellos ignorantes que vio los atentados retransmitidos en directo como si se tratara de la mejor película de efectos especiales jamás filmada. Pero no se trataba de ninguna ficción. Era la historia real, la historia con mayúsculas, pidiéndole a sus dueños un esfuerzo de madurez. Me temo que hemos aprendido poco y que esa historia enorme que nos absorbe proseguirá quejándose de la única forma que puede hacerlo: a dentelladas.
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