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Argonautas desesperados

Los marinos antiguos se servían de las estrellas para orientar su navegación en la oscuridad de las noches en alta mar...

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Los marinos antiguos se servían de las estrellas para orientar su navegación en la oscuridad de las noches en alta mar. Eran sus referentes, tenían la seguridad de que fiándose de su luz llevarían a buen puerto la nave y la tripulación. Las tempestades se combatían con la confianza puesta en que, una vez amainaran, volverían a aparecer en el cielo las estrellas para señalar la ruta a seguir.

¿Qué habría sucedido si tras una de esas tempestades aquellos marinos antiguos descubrieran con pavor que todas las estrellas amigas habían desaparecido para siempre del firmamento nocturno? El caos y la angustia se apoderarían de la nave, y cada cual intentaría tomar el mando para llevarla hacia donde suponía que estaba el destino seguro. La colectividad de la tripulación, que antes de la tempestad tenía un proyecto común, estallaría ahora en tantas individualidades como tripulantes hubiera, cada una de ellas mirando por su supervivencia a falta de una autoridad a la que obedecer.

Posiblemente usted y yo jamás hayamos sido marinos, pero sí somos tripulación, estamos embarcados en esta nave común que es nuestra sociedad, azotada desde hace ya demasiado tiempo por una terrible tempestad que ha tirado a muchos de los nuestros por la borda. En esta mala mar alguien nos ha metido, por acción u omisión, y aguantamos apretando los dientes para no ser engullidos por los remolinos que se forman a nuestro alrededor. Mientras nos desollamos las manos fijando el velamen y se nos cuartea la piel de la esperanza a golpes de salitre, desde el puente, los oficiales nos gritan que la tempestad ha pasado. Te lo aseguran, pero ves cómo la cubierta se mueve bajo tus pies y compañeros ruedan por el duro suelo. Tienes las uñas clavadas en la madera con tal de que no te tumben las olas y el viento, y sigues escuchando a los oficiales felicitarse por haber salvado la nave de un naufragio seguro; hasta los ves abandonar el puente para reunirse en el camarote del capitán en convenciones y comités, donde brindan al calor de la lumbre por su éxito.   

Ya no confías en los oficiales, están incapacitados para navegar y mienten a la tripulación. Y lo peor, en los breves instantes en que la tempestad ha cesado, has podido vislumbrar que las estrellas que antes eran referentes han desaparecido, no hay luz a la que confiar la singladura. Si acaso, llega la luz decadente y anacrónica de alguna estrella ya extinguida pero que en otro tiempo lució, una débil luminosidad que engatusa a algunos tripulantes para seguirlas, sin saber que el rumbo que marcan en realidad es una vuelta atrás.

Cabreado con tus oficiales y desesperado por la desaparición de las estrellas guías, empiezas a pagarlo con el compañero que está tan o más jodido que tú. No soportas que se meta en tu terreno, mucho menos compartir nada con él. Eres tú o él, el nosotros se lo llevó un golpe de mar. El destartalado navío se ha convertido en un trasatlántico de egoísmo y miedo al otro, todos nos vigilamos dispuestos a empujar por la borda a quien intente arrebatarnos lo nuestro. Navegamos a la deriva en una cáscara de nuez, cada día está más cerca el motín y más lejos el prometido botín, en manos, entre otros, de esa palabra convertida en apellido.

Exhaustos, los marineros somos presa fácil de los cantos de sirena, esa música agradable a los oídos de hombres y mujeres desesperados. No nos salvan ni transforman nuestra realidad, pero son tan melódicos que parecen ciertos. Entre esas sirenas cantarinas, ahora mismo destaca la voz de Miguel A. Revilla, superventas de libros y estrella mediática, cuyas reflexiones no pasan de ser eso, cantos sin efecto. El peligro es que en cualquier momento, y viendo el estado deplorable de la nave y su desgobierno, se acerquen otras embarcaciones que prometan seguridad si saltamos a sus cubiertas, sin advertir que utilizan como carta de navegación el totalitarismo, el fascismo y lo dictatorial. Ojo, en otras épocas tripulaciones enteras saltaron a esos barcos y el desastre no se hizo esperar.

Miro al palo mayor y veo la bandera negra con la calavera y huesos blancos a medio izar. ¡Por Neptuno, que no acabe siendo el pabellón de nuestra nave!

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