El poder de Cristo Eucaristía
A la hora de comulgar, siempre deberíamos tener presente que es el mismo Jesucristo, el Hijo de Dios, quien viene a nosotros y se queda con nosotros con todo el poder de su Divinidad y con toda la fuerza de su Amor...
Si Jesús no paga mal la posada cuando se le hace buen hospedaje, cabe preguntarse: ¿Cómo es posible que, a pesar de comulgar, no cambien nuestras disposiciones y no nos tomemos más en serio la llamada del Señor a la santidad? ¿Cuál es la razón por la que, a pesar de la frecuencia con que recibimos a Jesús en la Eucaristía, mantenemos la misma actitud de soberbia, de sensualidad, de pereza, de comodidad, de egoísmo, en una palabra? ¿Cómo es posible que, teniendo a Dios, no cambien nuestras disposiciones interiores y nos tomemos más en serio la decisión de aspirar firmemente a la santidad?.
Dios no ha cambiado ni ha perdido su poder, por eso la respuesta a estas preguntas no hay que buscarla en Él, sino en nosotros: en nuestra falta de disposiciones, en la falta de voluntad para apartar aquellos obstáculos que de una u otra manera se oponen a la obra divina de la santificación.
Cada vez que comulgamos, Jesús se aloja en nuestro corazón, pero lo hace con tanta sencillez que solamente la fe es la que nos asegura que está dentro de nosotros. Por eso, antes de comulgar conviene prepararse convenientemente para evitar que cualquier cosa nos distraiga de esa idea en la que debemos centrar los acontecimientos que preceden a la Sagrada Comunión y que, después de hacerlo, nos detengamos en una atenta acción de gracias.
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