La extinción de las jirafas
Tarzán gritaba, y a su reclamo centenares de jirafas en estampida huían a través de la sabana levantando polvaredas a su paso...
Tarzán gritaba, y a su reclamo centenares de jirafas en estampida huían a través de la sabana levantando polvaredas a su paso. La comunidad científica ha advertido de que las jirafas se encuentran en peligro de extinción, lo cual no es de extrañar si se considera que todo, tal como empieza, se acaba.
Percibimos que el tiempo pasa porque el paisaje se modifica. Las cosas y los seres se extinguen, como sucede con las jirafas. Lo que estaba ahí ya no está.
Todos somos testigos de este implacable proceso de exterminación de animales y objetos. El pájaro Dodo y el tigre de Tasmania han desaparecido. Nadie viaja ya en motocarro. Los envases de yogur hace tiempo que dejaron de ser retornables. No hay molinillos de café en las cocinas, ni talegas de tela a cuadros para el pan, ni alacenas con sus baldas forradas de hule estampado. Ningún televisor precisa de voltímetro, ese aparatito del que nuestras abuelas aprendieron el nombre en una hazaña que las familias celebraron como quien festeja el milagro de la licuefacción de la sangre coagulada de San Genaro. Los cobradores de los autobuses, parapetados tras su altarcito en la plataforma posterior del vehículo, fueron desalojados de su templo. Los platos verdes de Duralex son una reliquia, y ya no regalan pelotas de goma con la compra de unas zapatillas Gorila. Las papillas Maizena han perdido todo su prestigio, decadencia gemela a la padecida por la estufa catalítica Super Ser. ¿Qué habrá sido de Locomotoro? ¿En qué coordenadas cósmicas andará la base lunar Alpha, ésa que, como resulta público y notorio, se hallaba al mando de Martin Landau cuando una explosión nuclear sacó al satélite de su órbita para hacerlo vagar por los confines siderales? ¿Alguien ha visto mis Lois? Todo se extravía, se diluye, se muere.
Existen, sin embargo, realidades que gozan de la apariencia de lo permanente. Dios está ahí desde siempre, inalterable, inmarcesible, sin edad ni tiempo. Aunque decir esto no es decir mucho. Lo mismo podría predicarse de Marujita Díaz.
Lo que realmente ha cimentado la respetabilidad del Dios cristiano no es su omnipotencia, ni su omnisciencia, ni su omnipresencia. La fama de este Dios proviene del incansable trabajo desplegado por sus delegados en la tierra desde que se instituyera la franquicia, hace ya la friolera de dos milenios. Sus representantes terrenales han fundado su prestigio en un ejercicio de coherencia que resulta tanto más admirable si se tiene en cuenta que a lo largo de todas estas centurias apenas si han sido sorprendidos en un renuncio. Salvo algunas obligadas rectificaciones relacionadas con la redondez del planeta y su órbita en torno al Sol, la Iglesia viene manteniendo desde sus primeros tiempos una congruencia impecable. No queremos decir con esto que la institución se haya resistido a la necesaria adaptación a los tiempos modernos. En absoluto. De hecho, ha sido en este ámbito donde la Iglesia ha alcanzado sus mayores y más celebrados logros. Ahí está el papa-móvil.
La Iglesia católica quizá no sea eterna, pero lo parece, y ello gracias a esta voluntad de permanecer fiel a sí misma a la que venimos aludiendo. Un pecado de lujuria es un pecado de lujuria ahora y en tiempos de Mesalina. La sodomía, el onanismo y el adulterio son pecados de la carne que no prescriben ni caducan. Un individuo que, por mucho que transcurran los años, no se contradice, adquiere reputación de hombre probo y, por encima de todo, da la sensación de haber estado ahí desde siempre. Esto es lo que le sucede a la jerarquía vaticana. Esto es lo que se llama tener principios.
Un clérigo de los tiempos de Chindasvinto resulta indistinguible de un Cañizares o un Rouco Varela. Ésa es la razón por la que, a pesar del devenir del tiempo, los rostros y las sentencias de los miembros de la Conferencia Episcopal Española se nos antojan tan familiares, como presencias que nos acompañan desde la niñez.
Y las jirafas a punto de extinguirse.
Percibimos que el tiempo pasa porque el paisaje se modifica. Las cosas y los seres se extinguen, como sucede con las jirafas. Lo que estaba ahí ya no está.
Todos somos testigos de este implacable proceso de exterminación de animales y objetos. El pájaro Dodo y el tigre de Tasmania han desaparecido. Nadie viaja ya en motocarro. Los envases de yogur hace tiempo que dejaron de ser retornables. No hay molinillos de café en las cocinas, ni talegas de tela a cuadros para el pan, ni alacenas con sus baldas forradas de hule estampado. Ningún televisor precisa de voltímetro, ese aparatito del que nuestras abuelas aprendieron el nombre en una hazaña que las familias celebraron como quien festeja el milagro de la licuefacción de la sangre coagulada de San Genaro. Los cobradores de los autobuses, parapetados tras su altarcito en la plataforma posterior del vehículo, fueron desalojados de su templo. Los platos verdes de Duralex son una reliquia, y ya no regalan pelotas de goma con la compra de unas zapatillas Gorila. Las papillas Maizena han perdido todo su prestigio, decadencia gemela a la padecida por la estufa catalítica Super Ser. ¿Qué habrá sido de Locomotoro? ¿En qué coordenadas cósmicas andará la base lunar Alpha, ésa que, como resulta público y notorio, se hallaba al mando de Martin Landau cuando una explosión nuclear sacó al satélite de su órbita para hacerlo vagar por los confines siderales? ¿Alguien ha visto mis Lois? Todo se extravía, se diluye, se muere.
Existen, sin embargo, realidades que gozan de la apariencia de lo permanente. Dios está ahí desde siempre, inalterable, inmarcesible, sin edad ni tiempo. Aunque decir esto no es decir mucho. Lo mismo podría predicarse de Marujita Díaz.
Lo que realmente ha cimentado la respetabilidad del Dios cristiano no es su omnipotencia, ni su omnisciencia, ni su omnipresencia. La fama de este Dios proviene del incansable trabajo desplegado por sus delegados en la tierra desde que se instituyera la franquicia, hace ya la friolera de dos milenios. Sus representantes terrenales han fundado su prestigio en un ejercicio de coherencia que resulta tanto más admirable si se tiene en cuenta que a lo largo de todas estas centurias apenas si han sido sorprendidos en un renuncio. Salvo algunas obligadas rectificaciones relacionadas con la redondez del planeta y su órbita en torno al Sol, la Iglesia viene manteniendo desde sus primeros tiempos una congruencia impecable. No queremos decir con esto que la institución se haya resistido a la necesaria adaptación a los tiempos modernos. En absoluto. De hecho, ha sido en este ámbito donde la Iglesia ha alcanzado sus mayores y más celebrados logros. Ahí está el papa-móvil.
La Iglesia católica quizá no sea eterna, pero lo parece, y ello gracias a esta voluntad de permanecer fiel a sí misma a la que venimos aludiendo. Un pecado de lujuria es un pecado de lujuria ahora y en tiempos de Mesalina. La sodomía, el onanismo y el adulterio son pecados de la carne que no prescriben ni caducan. Un individuo que, por mucho que transcurran los años, no se contradice, adquiere reputación de hombre probo y, por encima de todo, da la sensación de haber estado ahí desde siempre. Esto es lo que le sucede a la jerarquía vaticana. Esto es lo que se llama tener principios.
Un clérigo de los tiempos de Chindasvinto resulta indistinguible de un Cañizares o un Rouco Varela. Ésa es la razón por la que, a pesar del devenir del tiempo, los rostros y las sentencias de los miembros de la Conferencia Episcopal Española se nos antojan tan familiares, como presencias que nos acompañan desde la niñez.
Y las jirafas a punto de extinguirse.
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