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Sobre la \'Crucifixión atlántica\' de Manuel Caballero

Hay que estar dispuesto a perder una batalla para ganar la guerra.

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  • \'Crucifixión atlántica\'

La exposición Crucifixus (1997) de Manuel Caballero —exhibida en Jerez en la Sala Pescadería Vieja— constaba de dibujos y pinturas elaborados entre 1983 y 1996.

Una de las piezas pertenecientes a la colección lleva por título Crucifixión atlántica (Acrílico sobre papel, 1984).

En el catálogo de la muestra el autor escribía sobre esta obra suya: “Forma parte de una extensa serie de dibujos realizados en 1984, trabajados como grisallas. A esta serie, hoy dispersa, la titulé Fiestas, haciendo referencia a juegos masculinos de violencia y sangre. Aquí el crucificado es el axis mundi, en el sentido que le da René Guénon (Le symbolisme de la Croix, 1931). Stat crux dum volvitur orbis. Los hombres luchan, juegan o danzan alrededor de su Héroe Sangrante. El aspecto “tumultuoso” de estas celebraciones aunado a su  otro aspecto mágico-deportivo comportan una suerte de violencia purificadora y un misterio: ‹‹Il y a un mystère du sacrifice. Les piétés de l’humanisme classique endorment nôtre curiosité mais la fréquentation des auteurs anciennes la reveille›› (René Girard: La violence et le sacré, 1972)”.         



En efecto, observamos un calvario sobre el promontorio de un acantilado semejante a la proa de un navío que se adentra en el océano inevitablemente Atlántico; es decir, en el locus amoenus fundamental de Caballero. El crucificado aparece rodeado por la incontenible y convulsa agitación de una humanidad  representada por varones que se mueven turbulentamente, como participantes en un desenfrenado ritual, creando una atmósfera paroxística e inexplicable; se abrazan, se aman, combaten entre ellos o caen rendidos en un ambiente de aquelarre, donde la cruz resiste al paso del tiempo debido a su energía secreta e infinita, siendo la cruz del conocimiento oculto, la cruz esotérica de la memoria precedente a la existencia del cosmos y el emblema mayor de la locura mística regeneradora, como afirmaba el apóstol de los gentiles: “La locura de Dios es más sabia que los hombres y la debilidad de Dios más potente que los hombres” (1 Cor, 22).  

La contemplación es del que piensa, del que ve más lejos y oye el silencio de la materia sin principio ni fin, del que toca lo intocable, aspira los aromas órficos y saborea la sangre de las víctimas, por eso Leonora Carrington dijo que “el deber del ojo derecho es sumergirse en el telescopio mientras que el ojo izquierdo interroga el microscopio”.

Toda traición a la dialéctica implica el desconcierto de la conciencia así como la revocación del instinto; y también la secularización de la utopía conduce al síncope astral, de ahí que los antiguos maestros aconsejaran  la cesación del intelecto y de los deseos y no tener jamás los nervios de punta por muy mal que vayan los negocios.

La epojé de Sexto Empírico
previa a la ataraxia.    


En esta serie de la crucifixión —en su iconografía, cromatismo, perspectivas, composiciones— hay un algo de desprecio hacia el mundo inferior terreno, la sensación de un destierro colectivo y cierta angustiosa obsesión por el retorno a la esfera ideal anterior a la caída. 


En un comentario sobre la teología de Basílides, Borges resume los términos de la especulación sobre el carácter fantasmal del crucificado, quien habría sido un doble, ya que el Cristo esencial (el auténtico), evitando el infamante suplicio, volvió a la plenitud del Pleroma atravesando los 365 cielos contra la voluntad de los fabricantes de dioses (J. L. B.: “Una vindicación del falso Basílides”, Discusión, 1964).


Vinieron a salvar el mundo defectuoso, el mundo diferido nello stato di latenza.  Un mundo que, en todo caso, dominará aquel que se conquiste a sí mismo,  siendo éste el poderoso de la vía ascética y la dionisíaca; el invicto iniciado, el escogido, el arquitecto de Jerusalén, el Siddharta micénico, el Nuevo Horus, le Prince d’Aquitaine à la tour abolie (Gérard de Nerval, “El desdichado” [en español en el original], Les Chimères, 1854), etc.

En cuanto al inquietante (y dudoso) dilema entre felicidad e infelicidad, recuerdo humildemente las palabras del Grand Master de Viena:  


“Este programa (del principio del placer) ni siquiera es realizable, pues todo el orden del universo se le opone, y aún estaríamos por afirmar que el plan de la Creación no incluye el propósito de que el hombre sea feliz” (Sigmund Freud, El malestar en la cultura, 1930).

Hay que estar dispuesto a perder una batalla para ganar la guerra.

 

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