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Ya soy andaluz

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El 16 de junio me convertí en andaluz de pleno derecho al registrarme como parado. El paro es a Andalucía lo que la lengua autóctona a las regiones históricas: su principal seña de identidad, potenciada por la Junta. La inmersión lingüística consiste aquí en priorizar el concepto desempleo, netamente endógeno, al concepto trabajo, que, dado el número de andaluces que se busca la vida en Londres, parece un anglicismo. El idioma del andaluz es la prestación, cuya jerga no contributiva maneja con maestría. En otras palabras, como el vasco dice aita, el andaluz dice PER.


Para sacarme el B1 de subsidio he tenido que superar una prueba hablada y otra escrita. La primera ha sido complicada porque el contestador automático del Ministerio de Trabajo y yo no nos entendimos a la primera. Me costó tres llamadas y una agresión verbal convencer a la máquina de que sólo quería concertar una cita para hablar de lo mío. Ya sé que no está bien llamar hija de perra a quien te dice que pulses uno, pero así fue. La escrita, por el contrario, ha resultado sencilla porque tanto el funcionario de la Junta como la funcionaria del Estado, paradigmas de la simpatía, me lo han puesto fácil: escriba en la solicitud su nombre y apellidos, dirección, teléfono, profesión y, sobre todo, el número de cuenta, que es lo que importa.


La importancia, si está relacionada con el volumen de ingresos, es relativa. Me corresponden 420 días de prestación a partir de una base de cotización de 1.700 euros. Dicho para los que suman con los dedos: recibiré cerca de 1.200 euros brutos durante el primer semestre y en torno a 850, también brutos, durante los 8 meses restantes. En resumen, el Estado me devolverá a plazos 14.000 euros de los centenares de miles que he aportado al Estado durante mis 25 años de cotización. Menos da una piedra, es cierto, pero Miguel Ángel, con una de ellas, esculpió La Piedad.


Quiero decir que no estoy para darme con un canto en los dientes, salvo que me compare con mis vecinos de sala de espera del espacio común compartido en Jaén por las delegaciones de trabajo de la Junta y el Estado, que tiene mucho de hospital. Lo que resulta lógico si se tiene en cuenta que el paro es la peor de las enfermedades profesionales degenerativas. De hecho, mientras aguardaba mi graduación como desempleado, capté en unos pocos la inquietud previa a la biopsia y en los más el fatalismo del que sabe que lo suyo es crónico. Tuve incluso que convencer a un desesperado, conocido mío, de que respirara despacio. Es una suerte que nueve de cada diez psicólogos recomienden mi hombro. Como placebo no tengo precio. Como periodista, dado lo que gano, está claro que tampoco.

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