Estamos a punto de cumplir seis meses desde que el Gobierno decidió confinarnos mediante un decreto de Estado de Alarma
Estamos a punto de cumplir seis meses desde que el Gobierno decidió confinarnos mediante un decreto de Estado de Alarma que justificaba en la gestión de la situación de crisis sanitaria ocasionada por el coronavirus COVID-19. Me parece inevitable hablar de ello, aunque seguramente ustedes estén ya más que cansados del tema. El responsable del Centro de Coordinación de Alertas y Emergencias del Ministerio de Sanidad —es decir, el Gobierno— dijo el 23 de febrero: “No hay virus en España”. Sí, fue otro 23 de febrero. Después ya saben lo que pasó: los enfermos colapsaron el sistema público de salud, el Gobierno cerró el país y comenzó una brutal e insistente campaña de propaganda, que empezó por aplaudir muy fuerte a nuestros sanitarios —seguramente, entre los más contagiados del mundo— y siguió con aquel “salimos más fuertes” o el repetido mantra de “lo peor ya ha pasado”. Es más que probable que no sólo no hayamos salido más fuertes: desde luego, salir hemos salido muchos menos; no sabemos todavía si treinta mil, cuarenta mil o cincuenta mil, pero muchos menos. Ni siquiera sabemos si hemos salido o en realidad estamos en el comienzo de una crisis humanitaria mucho mayor que la provocada por la propia pandemia. Tampoco parece que estemos más unidos que antes de que empezara esta pesadilla, ni que hayamos mejorado nuestras vidas. Es verdad que la pandemia ha afectado a muchos países en el mundo; pero no a todos por igual. No todos han tomado las mismas medidas, y tampoco hay que ser un lince para descubrir cómo varían, según países, las cifras de mortalidad o las macroeconómicas. Qué duda cabe que de las malas experiencias se aprende, pero ¿era necesaria que fuera tan calamitosa la experiencia para aprender algo de ella?