Madrugada del sábado, 21 de marzo. El reloj marcaba las dos. Dolores Moncada realiza la última de las “mil llamadas que hice” el viernes. “Un administrativo me dijo que mi padre ya había ingresado por Urgencias, pero que hasta que tuviera la valoración del médico no podía decirme nada más. Colgué. Me fui a la cama”, a dos mil kilómetros de distancia del centro hospitalario, “bajo la almohada coloqué una foto de mi padre”, Mateo Moncada, que ese sábado, por la mañana, para desgracia y dolor de sus familiares y amigos, se convertiría en el primer residente de la residencia de anciano de Alcalá del Valle que fallecía por coronavirus.
Me dicen que a mi padre, junto a otros dos abuelitos, se lo llevan al Hospital de Villamartín, como casos leves. A los dos casos más graves lo trasladaban a RondaDolores y su hermano, como otros tantos miles de andaluces, decidieron emigrar hace una década. El destino, Francia. “No había otra opción”, confiesa. Su padre era natural de Gaucín, en la provincia de Málaga, en plena Serranía de Ronda. Su madre nació en Alcalá del Valle, en la Sierra de Cádiz. Tras romperse el matrimonio, sus hijos hablan con Mateo y le piden que se quede en Alcalá, para estar más cerca los unos de los otros.
Mateo vivía solo pero una patología que afectaba a sus pulmones le hacía dependiente. Necesitaba que se le suministrase oxígeno las 24 horas, e incluso que alguien le cambiase los pañales. Contaba con ayuda a domicilio una hora por semana y tras “luchar y pelear mucho”, lograron que fuesen dos horas… insuficientes igualmente.
“Me siento culpable… pienso en qué hubiese pasado si yo… no sé… si no me hubiese ido tan lejos, si no le hubiese hecho caso cuando me decía que ni se me ocurriese dejar el trabajo en Francia para volver y cuidarlo… no sé…”, murmulla Dolores con el corazón latiendo en cada palabra, entrecortada por la angustia, que pronuncia.
El 9 de enero, el día que Mateo cumplía 79 años, Dolores y su hermano estaban con él. Días atrás se había caído en la calle. Una tarta no sirvió de excusa para cerrar una conversación ya abierta. Ese día, a pesar de las reticencias de todos, Mateo ingresaría en la residencia. Dolores se ofreció a quedarse en Alcalá para hacerse cargo de él, pero su padre, parco en palabras, culto e inteligente, descartó esa opción: “Si vienes, qué vas a hacer, tendrás que trabajar, tienes dos hijos, y si trabajas, cómo vas a estar también pendiente de mí”.
Con la directora de la residencia, los hermanos llegaron a un acuerdo. “Nosotros estamos a 2.000 kilómetros de distancia, solo le pedimos que si pasaba cualquier cosa, que por favor se pusieran en contacto porque queríamos tener el derecho a estar con mi padre”. Ese acuerdo “se cerró pero no se cumplió. A día hoy sueño con abrazarle, le veo cada noche antes de dormir solo, en la ambulancia, de noche, camino a Villamartín cuando un día antes me dijeron que estaba bien. Eso me ha roto algo más que el alma”.
“Lloré mucho el día que entró en la residencia. Lloré mucho los días previos”, confiesa Dolores consciente de que a su padre tampoco le atraía la idea. Pero era la mejor opción, “así nos lo comentó una psicóloga, que nos dijo que allí estaría perfectamente atendido, que sería mejor para todos…”. El 9 de enero, el día de su cumpleaños, ingresó. Se reunieron con la directora de las instalaciones que les pidió un depósito en efectivo para emergencias. Dolores le insistió: “Si me avisáis, vengo esté yo dónde esté. Mi padre es lo primero, me da igual el trabajo”. La directora asintió y “quedó cerrado el acuerdo”, que no se cumplió.
Comienza la pesadilla
13 de marzo. Comienza la pesadilla. Viernes. Dolores y su hermano, desde que ingresara su padre en la residencia, llamaban todos los días. A las 19.30 horas “él, y media hora después, a las ocho, yo… que se convirtió en la hora de los aplausos… Ese sábado, nadie me cogió el teléfono”. Preocupada, llamó a su hermano. “Me dice que estaban los ascensores rotos. El alcalde (Rafael Aguilera), días después, me confiesa que así era. El domingo tampoco logro hablar con mi padre. Comienzo a inquietarme y a enfadarme. Son abuelos, la mayoría dependientes, que están en sillas de rueda, que apenas pueden andar, y no arreglan el ascensor, cuya empresa siempre deja un teléfono para reparaciones urgentes. El regidor me comentó que entre él y algunos concejales subían y bajaban a los ancianos. Un caos. Logro hablar con mi padre a través de su teléfono móvil. Descuelga. Me dice que tiene fiebre. 38,5. Le pregunto si llamaron al médico, me dice que sí, pero que éste no subió la a habitación y le recetó unos antibióticos. Desde ese día, hasta el sábado 21 de marzo que falleció solo en un hospital de Villamartín, no recibí ni una llamada de la residencia. Esos días fueron una tortura. Sabía que mi padre estaba aislado, solito, abandonado… eso es lo que me corroe por dentro”.
Entre el 13 y el 21 de marzo, “llamé todos los días pero hablaba con él a través de su móvil. Un día tuve que llamar desde Francia al 112”. No le mandaron ninguna ambulancia. El miércoles 18 su padre le dijo que no había comido, que le habían dado la medicación equivocada, que allí el descontrol era absoluto. Que se había levantado pero se mareó y se cayó sobre la cama… “Yo no podía dormir, contacté con una trabajadora del centro, que me dijo que mi padre estaba bien, aislado, pero bien…. Al día siguiente mi padre me confesó que se asfixiaba, que no estaba bien, que le hicieron la prueba de COVID-19… volví a llamar a la trabajadora del centro, de nuevo que no preocupara, que no podían enviarlo a un hospital porque solo atendían casos graves y que lo mandarían de vuelta… y claro, yo confiaba en los sanitarios. Luego ya no quiso hablar conmigo… me cogió el teléfono su compañera, y ella estaba a un metro… es la hija de Mateo… pues dile que su padre está bien. Eso fue el jueves”.
Y llegó el viernes. Tras muchas llamadas, “me dicen que a mi padre, junto a otros dos abuelitos, se lo llevan al Hospital de Villamartín, como casos leves. A los dos casos más graves lo trasladaban a Ronda. Llamé mil veces más. Desesperada llamé al móvil de mi padre… él insistía en que no podía respirar, que estaba temblando, que solo se sentía bien tumbado en la cama, unas palabras que se me clavaron en el corazón. Por favor papá, no te olvides de llevarte el móvil. De madrugada llamé el hospital”.
Sábado, 21 de marzo. Las ocho menos diez. Dolores volvió a llamar al hospital de Villamartín. “Ya se había producido el cambio de turno. Hablé con una mujer, que me dijo que le estaban haciendo pruebas, que el médico tenía mi teléfono y que me llamaría cuando tuviesen los resultados”. Pero Dolores es impaciente por naturaleza. “A las diez de la mañana volví a llamar… obtuve la misma respuesta”.
A las 12.50 horas, estaba sentada en la terraza. Sonó su teléfono. Descolgó… “es usted Dolores Moncada… Sí…. su padre ha fallecido”. Se quedó en shock, “me volví loca, esperaba cualquier cosa menos esa noticia. Me monté en el coche. 16 horas de viaje en las que esperaba que todo fuese una mentira, que con el caos me dijesen que se habían equivocado… doce horas antes me dijeron que no me preocupara… tengo muchas preguntas sin respuestas…”. Y no parará hasta conseguirlas.
Al Hospital de Villamartín no llegó junto a Mateo ningún expediente de su seguimiento médico. “Espero que se haga justicia y que se asuman responsabilidad si las hubiera, porque son vidas humanas las que se han perdido”.
Ese fin de semana, del 20 al 22 de marzo, la Junta se hace con las competencias de la residencia y toma las riendas de la misma. De los 42 residentes, 36 dieron positivo en coronavirus. Entre el personal sanitario, 21 de ellos también se contagiaron. Al menos cuatro ancianos fallecieron. Entre ellos Mateo. El 24 de marzo 28 abuelos que habían dado positivo fueron trasladados a la residencia de Tiempo Libre de La Línea de la Concepción. 22 de ellos han dado negativo este martes y por lo tanto, se han curado.
Dolores ha puesto el caso en manos del Bufete Ortiz , especialistas en derecho sanitario, donde creen que en el caso de su padre existió un presunto delito de omisión del deber de socorro, así como delito de denegación de asistencia sanitaria o abandono de los servicios sanitarios previstos y penado en el artículo 196 del Código Penal.