El tándem formado por Rodrigo Sorogoyen e Isabel Peña abunda en Antidisturbios en los territorios ya explorados de forma excelente en sus películas Que dios nos perdone y El reino, aunque sin reincidencia autorreferencial, sino a partir de un marco estilístico, argumental y narrativo propio desde el que construyen una nueva y apasionante ficción policíaca que, como en sus anteriores trabajos, termina atravesada por las cloacas de la corrupción, espejo a su vez de los titulares que han marcado nuestra historia más reciente en el mundo de la política o las finanzas.
La historia no se desarrolla, casualmente, entre 2016 y 2017, marco histórico referencial para situar y convertir a sus protagonistas -los integrantes de una patrulla de antidisturbios de la Policía Nacional- en meros instrumentos circunstanciales, incluso marionetas cuyos hilos se manejan al capricho o el interés de determinados poderes, algunos de ellos invisibles, en los que siempre terminan ganando los mismos; es decir, los malos, y frente a los que no queda más opción que saltarse las reglas para poder combatirlos, y bajo la conclusión de que la corrupción solo engendra más corrupción.
Sorogoyen y Peña firman, en este sentido, la que puede considerarse como una de las mejores series españolas del año, que lo es no solo por la historia que aborda, sino por cómo lo hace, a través de una puesta en escena de una intensidad tan prodigiosa como adictiva -imposible desengancharte de los cuatro primeros episodios de forma consecutiva-, aferrándose a cada uno de sus personajes, exprimiéndolos, dotándolos de vida propia y de credibilidad, seña de identidad del cine del propio Sorogoyen, siempre acertado en la dirección del reparto y en la elección del casting, con mención especial en este caso para Vicky Luengo y Hovik Keuchkerian, junto a los más conocidos Raúl Arévalo, Roberto Álamo y Álex García.
Antidisturbios es una serie, pero sus casi seis horas pueden verse de forma consecutiva como si se tratara de una película. Es cine, es auténtico, es inimitable, es compromiso con lo que cuenta, y solo asoma cierta debilidad cuando se excede en las evidencias, como la del personaje del ex comisario Revilla -¿o es Revillarejo?-, para subrayar hacia donde apunta la mirilla de su objetivo, que no es sino hacia el retrato de nuestro propio país y algunos de sus más indeseables protagonistas.