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El jardín de Bomarzo

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El mal uso que la humanidad ha dado a determinados vocablos ha terminado por prostituirles en referencia a su significado o sentido original

Publicado: 08/10/2021 ·
10:02
· Actualizado: 08/10/2021 · 10:02
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Bomarzo

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"En las elecciones el pueblo tiene la ilusión de ejercer el poder, pero no es así, claro, no hay voluntad general, ésa es una idea metafísica". 

Gustavo Bueno

El mal uso que la humanidad ha dado a determinados vocablos ha terminado por prostituirles en referencia a su significado o sentido original y es por esto que terminamos por no entenderlos si no se les coloca en un contexto muy determinado. Conocer el origen de las palabras y su significado real es importante para respetar su esencia, para evitar un mal uso que gramaticalmente nos vacía; un ejemplo, sea bulo o no, divertido en todo caso y que sirve para abonar este espacio, es la expresión show me now con que los marineros británicos invitaban a las prostitutas en los puertos de Cádiz o Málaga a que les enseñaran sus partes más íntimas y, de ahí, el origen de shouminou. El chumino. Palabras como sostenible, solidaridad, inclusivo o saludable se han distorsionado para abarcar tanto que apenas ya sabemos a qué se refieren porque caben en casi todos los contextos y, eso, las desdibuja de su sentido original. Y, todo ello, al margen de que lo que no podemos olvidar es la condición humana que, indefectiblemente, siempre sale por mucho que socialmente se quiera imponer unas normas e incluso limitar los comportamientos a través de leyes que no tienen en cuenta las verdaderas prioridades de la generalidad de los humanos. Mi palabra desvirtuada de hoy es democracia, una que nos encanta porque: ¿quién no es demócrata por encima de todas las cosas?

Existe la democracia directa, burguesa, censitaria, liberal, orgánica, popular, representativa y viene, en general, a representar una forma de gobierno del Estado donde el poder es ejercido por el pueblo, es un sistema de organización social basada en el respeto por los derechos humanos, la libertad individual, de asociación, de expresión, de prensa y opinión, igualdad ante la Ley... Quizás sea la única expresión que se amolda con todo el espectro parlamentario independientemente de su color, demócratas son desde los más ultras de izquierdas en Unidas P o independentistas hasta el más devoto falangista acunado por Vox. Todos. ¿Es posible que una expresión quepa por igual en todos los estilos de pensamiento? ¿Somos realmente demócratas de fe, sinceros, o la democracia es más una cultura a la que nos apuntamos porque reconocer no serlo o serlo a medias nos convierte en algo de mucho peor aspecto? 

Si analizamos el sentido del término, implica, sin ambages, algo positivo. Un gobierno democrático se supone que es de por sí el sistema político mejor, el que actúa siempre teniendo en cuenta la voluntad, el sentir del pueblo y sus necesidades. Al igual que una persona demócrata se le supone una buena persona, que respeta lo que decide la mayoría por encima de sus propios intereses. Si partimos de esto como un axioma que no se puede ni discutir, la cuestión no es tan así por cuanto la  historia está llena de democracias que encubrían dictaduras, al igual que resulta muy normal que las personas sean demócratas para todo aquello que no les perjudique porque si la mayoría pretende algo perjudicial para los propios intereses estos se sitúan por encima de lo que quiere la mayoría. Y es que, aunque sea políticamente incorrecto decirlo, el ser humano no lleva la democracia en sus genes, ser demócrata es una cultura que se nos impone como lo menos malo para la mejor convivencia. Hobbes ya decía que democracia "es lo que gusta al pueblo, aunque en el fondo nadie sea demócrata".  

El nacimiento de la democracia se produce en Atenas, en el siglo V ac, acuñando el término demos krátos, que significa algo así como el poder del pueblo. Una democracia para beneficio de los hombres de las cuatro tribus que había en Atenas, pues sólo ellos eran ciudadanos con derechos y privilegios y entre ellos se elegían por sorteo las personas que ocupaban los cargos, que iban rotando. El resto del pueblo -mujeres, esclavos, libertos y extranjeros- no participaban en la toma de decisiones, sólo tenían obligaciones. Al final era una especie de oligarquía. En Roma el modelo de democracia era similar, aunque las diferencias hacían que realmente se estuviese ante una aristocracia. En la edad media se restauró la monarquía absolutista y sólo hubo cierta democracia alrededor de la iglesia por lo que respecta al nombramiento del Papa, que como se sabe era, al igual que ahora, es por votación entre cardenales y obispos. Pero ¿alguien cree que el Estado Vaticano se rige por un sistema democrático? Nos adentramos en las democracias modernas, nacidas a partir de la revolución inglesa y sobre todo francesa del siglo XIX, que pivotan sobre dos pilares: el poder legítimo no es absoluto y sólo lo da la voluntad popular y tiene como límite los derechos de los ciudadanos. Todo ello montando una estructura política repartida entre tres poderes: ejecutivo, legislativo y judicial. Este tipo de democracia representativa es la considerada más completa y garantista de los derechos que consagran todas las constituciones democráticas. Teóricamente es lo perfecto. El problema es cuando el poder legislativo y/o el ejecutivo, bajo el paraguas de que representan la voluntad popular mayoritaria que les ha elegido, disfrutan de un estatus de privilegios que les está vetado al resto de ciudadanos -por ejemplo los aforamientos- y, sobre todo, aún resulta más complicado asumir que  sea verdaderamente democrático que desde dichos poderes se implanten normas que sólo benefician a determinados colectivos sociales en detrimento del interés de la mayoría al socaire de que deciden lo que es políticamente correcto. 

Los derechos fundamentales como basamento de toda democracia están expresamente consagrados en nuestra constitución. Si cada ciudadano tuviese de verdad una cultura demócrata, los tendría tan interiorizados que no se olvidaría de ellos en las ocasiones que su aplicación no cuadra con sus intereses personales, económicos o, incluso, políticos. Tres ejemplos. Tele 5, a través de la productora La fábrica de la tele, se ha tirado meses alrededor de una vergonzante docu-serie tachando de maltratador a un hombre cuando los juzgados no vieron indicio alguno de maltrato. Ministras de Unidas P y PSOE lanzadas a acusar a este hombre porque cuando estamos ante una mujer que dice que ha sido maltratada todo parece valer, sobre todo el linchamiento público. Nos olvidamos del derecho fundamental de presunción de inocencia, nos olvidamos de que se puede estar destrozando la vida de una familia y poco importa que un juez o jueza hayan concluido que no hay indicios. Tal como dice la sentencia recientemente emitida, que declara nulo el despido del ser en directo vilipendiado, los participantes en los programas se erigieron en tribunal judicial pese a no existir condena por maltrato. La violencia de género es una lacra que hay que eliminar, pero esta lucha no puede llevarnos a violar los derechos fundamentales de ningún hombre ya exculpado por la justicia porque esto no entra dentro de las reglas de la democracia.

Otro: en Madrid se produce una manifestación -deleznable-, con gritos y carteles homófobos, xenófobos y racistas; ante ella políticos de la oposición, periodistas y tertulianos se lanzan a pedir la dimisión de la delegada del Gobierno porque no tendría que haberla autorizado, olvidando que la constitución declara el derecho fundamental de reunión y de manifestación y que al ser un derecho constitucional no está sujeto a autorización alguna, sólo a comunicación previa. Y este derecho le asiste a todo ciudadano, sea cual sea su ideología. Otra cosa es que si en el desarrollo de la manifestación se comete delito de odio, vandalismo o cualquier otra infracción, se proceda a la consiguiente denuncia. Nos guste o no, no se puede limitar el derecho a manifestarse de forma preventiva porque se intuya que su contenido no va a ser adecuado a los principios demócratas. 

La última, el gobierno de Sánchez ha cerrado acuerdo presupuestario con UP a cambio de una Ley de vivienda que limite a los propietarios el precio del alquiler y que obligue a los promotores privados a que en cada nuevo edificio haya un número de viviendas sociales, algo similar a lo que hizo el dictador Franco con la limitación de rentas con la salvedad de que él no estaba sujeto al respeto hacia los derechos fundamentales. Ahora, para conseguir las bondades de un pacto presupuestario, se olvida que nuestra constitución tiene consagrado el derecho a la propiedad privada. O sea, para suplir la falta de construcción de viviendas sociales que compete a todas las administraciones públicas que han de propiciar que todo ciudadano tenga una vivienda digna, derecho también proclamado por la constitución, limitamos el derecho fundamental de propiedad privada. Estos tres ejemplos son el día a día de nuestra democracia y, no nos engañemos, nos acordamos de nuestra constitución sólo cuando nos viene bien apelar a nuestros derechos y aceptamos con normalidad que para defender un derecho -el que nos interese en el momento- se viole otro. Al final, somos humanos con una cultura democrática que no deja de ser impostada. Ya lo dijo Churchill, agudo: "el mejor argumento en contra de la democracia es una conversación de cinco minutos con el votante medio”.

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