Nos hemos acostumbrado a aceptar como bueno y como latiguillo machacón que vivimos en un estado de bienestar que ya lo quisieran nuestros abuelos para sí. Los únicos, que por cierto, tienen casa propia y acogen otra vez a los vástagos ante el ruinazo generalizado que padecemos.
Pues bien, en este pseudoidílico presente que nos ha tocado vivir, convivimos con una casta que jamás conjugará el verbo dimitir. Nunca. Jamás.
Por más que nos ilustren la teoría de la perfección, de la sociedad pulcra y perfecta que empezaremos a disfrutar cuando estén en el poder. Ya lo disfrutamos por estos lares de cómo se las gastan los unos y los otros. Una estirpe que no acepta la crítica ni el apunte, cómo va a dignarse a marcharse. El sillón, el sueldo y la posición son una mezcla de difícil conjunción para el político de temporada.
Para el aprendiz de la nada es una oportunidad para aprovecharla y saborearla.
El que se aprovechó de la inestabilidad social y de la zozobra universal para ocupar un lugar que en cualquier otro escenario difícilmente ocuparía viendo su curriculum y su perfil. Nuevos actores con una película ya conocida y repetitiva en su guion.
Las nuevas intenciones se refugian en el reincidente proceder de los de siempre. Nada nuevo y más de lo mismo. Igual patrón de ejecución. Que todo cuanto es público es bueno y como tal hay que defenderlo, encuentra, paradojas de la vida, la nula protesta y oposición cuando el derroche viene acompañado de la ineptitud y de la irresponsabilidad de una parte.
La que justifica y edulcora sus erróneas decisiones. Ahora se entiende la defensa a ultranza de lo público.
Ahora todas las piezas encajan. Y es que no hay nada mejor que poder meter la mano en los bolsillos sin preguntar y sin pedir permiso. El apaleado contribuyente -tú y yo- encuentra su dicha ante el procaz político de turno que con más descaro que vergüenza se escuda en el buró para esconderse de la plebe.
Recuerdo que con dinero público bajo el ordeno y mando se han dilapidado ya 120.000 euros.
Sí, malgastado y tirados a la basura. 120.000 euros. Utilizando el populista discurso demagógico que nos escoltan por parte de los eruditos de la nulidad, ¿cuántas familias comerían? Ni idea.
La cuestión no es la comida, el tema es el hambre. El fin no es saciar el apetito, el asunto es que no haya que dar de comer, ni subvencionar la miseria. Y todo ello de dinero tuyo y mío.
¿Una queja? ¿Una disculpa? ¿Alguna responsabilidad? Cero. No pasa nada. Ahora no pasa nada. El Puerto se ha convertido -en algo hemos ganado- en ciudad sin pancartas. Nadie ha protestado ni nadie ha asumido culpas. Nadie ha abierto la boca.
El Centro de Protección Animal ha supuesto la mejor -o peor, según se mire- tarjeta de presentación de un Gobierno superado ante las circunstancias. La cultura de lo público sirve nuevamente para el despilfarro y el manoseo del orco politiquero para seguir gastando un servicio que debiera ser público. El Gobierno progresista portuense no ya ha tirado en unas instalaciones 120.000 euros para nada, sino que alimenta lo privado en detrimento municipal en perjuicio de lo público.
¿Eso no era tarea de la derecha casposa y rancia? Parece que de los dos. 85 animales están hacinados, los recogidos el pasado mes de abril.
Tener un centro animal, no solo es necesario y urgente, sino es la respuesta a un desaguisado que se ha creado inútilmente. Medio Ambiente se inventó un problema donde había una solución. Todo un desacierto y toda una aberración.
Lo que debiera ser el ejemplo a seguir, la concienciación animal por parte de las instituciones, encuentra, primero en la insensatez y segundo, en hacer cobrar dos veces la misma prestación.
Difícilmente se podrá crear una sociedad más justa en el que prime el respeto animal si el primero que falla y no está a la altura es el que debe dar ejemplo y no lo hace ni con los de su misma especie. Como siempre, ponte en lo peor.