El sábado 13 de junio se han constituido los Ayuntamientos y en muchos de ellos se han elegido alcaldes después de negociaciones y pactos presididos por una normalidad democrática. ¿O no?.
La noche electoral del 24 de mayo oímos a unos proclamarse ganadores a pesar de perder una gran parte de gobiernos locales, mientras otros reconocían unos resultados adversos aunque pasaban a formar o a decidir gobiernos. Y todo ello “por mandato de la población”. De hecho hemos oído hasta la saciedad que han entendido el mensaje o que la ciudadanía ha hablado claro.
Sin embargo vivimos veinte días de auténtico frenesí, incluso de funambulismo político ya que aquellas exigencias que se santificaron durante la campaña electoral pasaron a convertirse en meros compromisos y algunas líneas rojas se fueron difuminando hasta desaparecer.
Supimos de reuniones retransmitidas y de otras de carácter discreto, que es como gustan llamar a las que se celebran sin luz ni taquígrafos. Y también conocimos de otras al más alto nivel, entre los representantes nacionales de las distintas formaciones que tenían en común que ninguno se presentó a estas elecciones y sin embargo todos ellos iban a poner alcaldes.
El mandato de los ciudadanos fue “tan claro” que unos días se decantaba hacia la derecha y otros hacia la izquierda, y siempre dentro del mismo Ayuntamiento y con el mismo sentido del voto de sus electores. En otros casos, los pactos entre distintas formaciones en cumplimiento de esa “voluntad popular” se rompieron a última hora dando el gobierno a la opción contraria a la prevista; y en otros, hasta el mismo momento de la votación no se ha sabido quién sería el alcalde.
Pero la cosa no queda aquí. Lo que ha sucedido en esos veinte días es lo más fácil: elegir alcalde. Ahora queda un mes intenso de reparto de tareas y responsabilidades para dar paso a lo más difícil: gobernar, para lo que tienen cuatro largos años. Y en un puñado de Ayuntamientos los alcaldes recién elegidos no acabarán el mandato, ya que por el medio, y también en cumplimiento de ese “mandato ciudadano” tan claro, habrá mociones de censura que modifiquen radicalmente el perfil político del gobierno; mientras que en otros, algunos de los que ahora han propiciado la elección de un alcalde lo someterán a presiones para atender determinadas condiciones si quiere evitar una más que previsible ingobernabilidad. Y todo ello siempre en cumplimiento de esa “voluntad popular” a pesar de que el voto salido de las urnas el 24 de mayo no variará ni los vecinos tendrán la oportunidad de volverse a pronunciar.
Y a eso es a lo que voy. España es una sociedad madura que, sin embargo, no tiene una clase política, en general, a la altura de las circunstancias, ya que por algún complejo derivado de su inseguridad prefiere mantener un sistema tutelado en el que ellos sean los que interpreten la voluntad de los electores, aunque muchas veces dicha interpretación no conozca más que de simple aritmética y no de sentimientos o ideologías.
En cualquier democracia avanzada, el elector es el responsable de su voto, pero para ello debe ser quien tome las últimas decisiones y, por lo tanto, en aquellos casos en los que no hay un resultado claro debería devolvérsele la palabra, como sucede en las democracias occidentales entre las que queremos figurar.
Es cierto que el actual Gobierno intentó abrir este debate al final del mandato municipal, lo que se interpretó como un intento de cambio de las reglas del juego al final de la partida. Pero pronto vamos a iniciar una legislatura nueva, la décima de la democracia, y creo que es el momento de empezar a hablar de si queremos seguir con el actual sistema, que lleva aparejado el tutelaje del voto, o, por el contrario, preferimos dotarnos de otro en el que podamos sentir que aquel que resulte alcalde lo sea porque, de verdad, lo hayamos elegido nosotros.
Sería un bonito regalo por el 40 cumpleaños de nuestros Ayuntamientos democráticos, que se cumplirá al final del mandato que ahora se inicia.