Los biopics sobre estrellas del rock corren el riesgo de disgustar o decepcionar a sus fans. Algo así parece haber ocurrido con
Segundo premio, la película que
aborda la grabación del tercer disco de Los Planetas, cuando el grupo se encontraba inmerso en una crisis interna por la marcha de su bajista, la deriva autodestructiva de su guitarrista y las presiones de la discográfica tras el decepcionante resultado de su segundo álbum. Es más, el propio líder de la banda granadina ha admitido que no le ha gustado, y en favor de todos los detractores diré que me parece un tremendo error que los temas de la película aparezcan interpretados por los actores, porque devalúan la ejecución vocal y el sonido de los temas originales.
En mi caso, me gustan sus canciones, pero no me encuentro entre sus fieles seguidores hasta el punto de sentirme insultado por lo que se cuenta -cuando
Sam Mendes estrene sus películas sobre los Beatles, hablamos-. Eso me reporta cierta ventaja porque, en el fondo, aunque no me gusta todo lo que cuenta la película, sí me parece muy interesante cómo lo cuenta
Isaki Lacuesta, que ya en los títulos de crédito iniciales lanza la advertencia de que su obra se acerca más a la “leyenda” que a la historia del grupo, y, en este sentido, sigue la máxima fordiana de “si tienes que elegir entre imprimir la verdad o la leyenda, imprime la leyenda”.
Exageradamente premiada con
su selección para representar a España en los Óscar, en la nueva obra de Lacuesta sí se aprecia un discurso propio que se levanta a partir de un guion interesante, tal vez lo mejor de la película, por la forma en la que va construyendo su relato, a veces con énfasis documental y desde una notable autenticidad, y esforzado en desentrañar la relación entre los integrantes de la banda y todo lo que rodea el proceso creativo de la grabación de un disco.
Todo eso me parece notable, incluso la habilidad con la que resuelve cierto enigma -la relación personal-afectiva entre el cantante y el guitarrista (nunca pronuncian sus nombres)-, que recuerda a la forma en la que
Billy Wilder resolvía el concerniente a la relación entre Sherlock y Watson en La vida privada de Sherlock Holmes: no hay relación homosexual, sino puro interés, el del detective por acceder a la morfina, el del cantante por absorber el talento creativo de su guitarra.
Por lo demás,
Segundo premio no es una película redonda -una maldad, y una genialidad también: hay quien me la ha definido como el
Sufre mamón de la escena indie-, pero aprecio esos puntos de interés en los que va sustentando la narración en torno a un grupo fundamental idealizado desde su propia leyenda.