Observo perplejo el espectáculo circense de lo que parece definirse, por reiteración, como las verdaderas líneas maestras, más rutilantes y significativas de la autodenominada “nueva” izquierda.
Destacan sobremanera actuaciones que no parecen pretender más que el enfrentamiento con la Iglesia católica y por ende los católicos: la reciente y fracasada moción de IU y la marca blanca de Podemos en el Ayuntamiento de Sevilla, no solo con medidas de supuesto laicismo institucional (que no aconfesionalidad -no es lo mismo-), sino con referencia, tan significativa ésta, a la defensa de una pseudo-procesión denominada “del coño insumiso” y la revisión del callejero (¡qué obsesión con el callejero!) excluyendo personalidades religiosas y devociones de la ciudad; el “padrenuestro sexual” de Barcelona; el asalto intimidatorio a una Capilla de la Universidad por la portavoz del Ayuntamiento de Madrid, ahora en juicio; la tolerancia y el mantenimiento por el Ayuntamiento de Pamplona de una exposición realizada con hostias consagradas profanadas y robadas...
El nexo común de todas estas provocaciones es que (a qué negarlo) destilan un odio visceral, un rencor vengativo hacia la Iglesia católica. Y eso me temo que ya lo hemos vivido.
Me resultan muy inquietantes los paralelismos de algunas situaciones con la etapa de la Segunda República. Pero aún me resulta más sorprendente que a veces esas semejanzas sean pretendidas y buscadas (que el PSOE hable de formar un Frente Popular es más que alarmante).
Una Segunda República española que algunos quieren vender como panacea de libertades y precursora inmediata de nuestra democracia actual, pero cuyo descontrol y miserias coadyuvaron sin duda a estimular una guerra fratricida y deshonrosa para todos sin excepción.
Leí en una entrevista a Andrés Trapiello, y no puedo estar más de acuerdo, que esta historia de España no se debe escribir desde el revisionismo, ni la compensación, y ni siquiera desde la equidistancia, sino desde la ecuanimidad. Y a eso se parecía caminar, hasta que nos vinieron con el cuento de la memoria histórica.
Cierto es que no sé qué me da más miedo, si ver estas actuaciones y manifestaciones de representantes políticos irresponsables con sus cargos y las consecuencias de sus actos, o encontrarme con frecuencia con ciertas reacciones “tremendistas” en las redes sociales, incluso de gente que conozco, de mi edad, y cuya vida ha transcurrido, por tanto, desde el más incipiente uso de razón, en democracia. Reconozco que encontrarme pretendidas “gracietas” con la fotografía de Franco o banderas de la época de la “una, grande y libre”, me hielan la sangre.
Me produce pesadumbre cuando quienes entienden y escriben nos dicen que no hay nada que temer, porque a pesar del tufillo renacido de las dos Españas, nada que ver, fundamentalmente porque vivimos en una sociedad en la que los valores democráticos están consolidados.
Y lo cierto es que creo que ahí está el problema, lo que se está poniendo de manifiesto en estas acciones de la nueva izquierda (paradójicamente tan reaccionaria en sus formas y contenidos) y en quienes les contestan con exabruptos (aunque siempre son más graves por relevantes e influyentes las acciones de los representantes públicos), en esta escalada de odios, es precisamente la falta de formación en el respeto y el tratamiento del disenso.
Nunca me cansaré de repetir que la educación tiene entre sus fines fundamentales el educar en democracia y para la democracia, pero es manifiesto que algo ha fallado.
No lo comparto, pero es legítimo que algunos quieran ir a un estado laico. Lo que no es lícito es imponerlo. No se cuestiona que haya quienes quieran discutir todas y cada una de nuestras tradiciones, y aun las más sagradas, pero reconociendo a quienes no opinan así, desde el debate respetuoso. Que no se olvide que la ofensa, la provocación y la intimidación son la muestra más evidente de la debilidad de argumentos. Estamos a tiempo de no echar de menos esta democracia.